“No
se pueden poner puertas al campo”, se decía antes, cuando aún no se habían
inventado las alambradas. Pero se inventaron las alambradas y con ello se dio
la posibilidad de cerrar totalmente las fincas, incluso las más extensas, que
hasta entonces sólo se habían podido señalar con mojones. Cuando se cerraron
las fincas, las lindes quedaron más claras: “Esto es mío y esto es tuyo”. Y se
remarcó el sentido natural de la propiedad, y con él, el afán de algunos
propietarios de ser dueños absolutos de su tierra: “Y como esto es mío, yo hago
aquí lo que me da la gana, desde el cielo hasta el infierno, como decían los
romanos”. Especialmente de los propietarios más grandes, que son los que más
riesgo tienen de creerse tan grandes como sus propiedades y los que pueden
poner las alambradas más altas y costearse más guardas dispuestos a
defenderlas: “Y aquí no entra nadie a coger espárragos, porque los espárragos
son míos. Ni entra nadie a coger cardillos, porque los cardillos son míos. Ni
entra nadie a mirar el paisaje, porque el paisaje se ve desde un cerro que es
mío y, en consecuencia, el paisaje también es mío”.
El
peor enemigo de lo mío no es el otro (que tiene cara y los mismos intereses que
yo), sino el “todos”. Por algo, el concepto antitético de lo privado es lo
público. Y nada hay más público que la calle o, hablando del campo, que los
caminos. Los caminos públicos, además, obligan a alambrar las fincas a ambos
lados de la vía y generan inseguridad, dado que por ellos puede pasar
cualquiera, tanto los buenos como malos ciudadanos.
Lo
que interesa a un propietario muy propietario de lo suyo es alambrar su finca
con una malla infranqueable y cerrar todos los caminos públicos. Y los tiempos
que corren están de su parte. Antes, se iba a pie o en bestias y todos los
caminos públicos se utilizaban. Ahora, a las fincas se va en coche y da lo
mismo dar un rodeo con tal de circular por los que se encuentren en mejor
estado, por lo que los peores se acaban utilizando poco. Antes, los caminos se
defendían solos con el paso de las gentes y la ausencia de alambradas y las
instituciones públicas entendían que era necesaria una red amplia que llegara a
todos los sitios. Ahora, a los caminos por los que pasa poca gente no los
defiende nadie y, aunque siguen siendo de todos, algunos ayuntamientos se los
han entregado de hecho a los propietarios colindantes a pesar del mandato legal
que los obliga a mantenerlos abiertos (no a mantenerlos en buen estado, sino
abiertos, sólo abiertos).
El
problema es clamoroso donde las fincas son muy grandes, porque al cerrarse
estas se han perdido kilómetros y kilómetros de vías de comunicación publicas,
esto es, de terreno que es de todos, ante la pasiva mirada de algunas
autoridades locales, quizá las mismas que entienden por “pueblo” a la masa de
personas que acuden a votar o a la que se come una paella gratis organizada por
el Ayuntamiento, pero no a un conjunto de personas con obligaciones y derechos,
entre ellos el derecho a andar como por su casa por la casa de todos.
Entre
otras razones, porque el que anda no suele ser el que invita a la fiestas y a
las monterías, a las que tan aficionados son muchos poderosos, y entre ellos
algunos políticos de medio pelo, que se sienten tan seducidos por los baños de
multitudes como por las diversiones de los ricos.
San Benito es una pedanía de menos de trescientos habitantes de clase humilde
situada en el quinto pino de la capital municipal y rodeada de fincas
extensísimas cuyos propietarios viven en Madrid o más lejos y a las que acuden
a cazar muchos de los más “ilustres” prohombres de España e incluso del
extranjero. Puestos a escoger entre los derechos constitucionales de unos pocos
habitantes pobres que no se ven ni se oyen y el derecho a no ser molestado de
los grandes propietarios que dan empleo y fiestas a las que acuden los
poderosos, quizá yo también hubiera preferido a este último. Pero yo no me
presento a unas elecciones ni tengo como obligación defender lo público.
Es
más, yo soy uno de los dolientes en este asunto. Y si he puesto todo lo
anterior es porque sé de qué va esto. El domingo pasado, por ejemplo, oí a
varias personas de San Benito (personas mayores, que se han criado en el campo
y conocen y padecen el problema) quejarse de lo abandonadas que están por la
autoridad municipal, particularmente en lo que concierne al cierre de los
caminos públicos y a la ocupación de los terrenos sobre los que dichos caminos se
han asentado siempre, y los oí demandar ayuda, tras habernos confundido con empleados
de Medio Ambiente. En otras ocasiones y en otros lugares cercanos los he oído
hablar con miedo cuando me han visto aparecer por los caminos públicos, miedo a
ese dueño lejano pero siempre presente, del que dependía su sueldo, y miedo a
la autoridad, a la que suponían conchabada con el poderoso.
A
la par que se han cerrado caminos públicos se han abierto caminos privados o se
han ensanchado o convertido en pistas. Por eso, no sé decir cuáles eran
públicos desde siempre y cuáles privados de los caminos que encontramos
cerrados el pasado domingo. Como la prudencia me obliga a no señalar con el
dedo tanto como me obliga la justicia a darle voz a quienes nos encontramos, mi queja no
puede ir más allá de cuanto he dicho, aunque hay informaciones solventes que
apuntan con nombres y apellidos.
El
pasado domingo dejamos el coche a la entrada del camino que los mapas denominan
de Torrecampo a Almadén, el cual sale a la derecha de la carretera que une San
Benito con Alamillo (CR-4131) a poco más de un kilómetro de la primera
población citada. Desde allí mismo, la vista del valle de Los Pedroches es
impresionante. Amanecía entonces y los pueblos eran una mancha resplandenciente en el verde oscuro general,
apenas una intuición blanca si exceptuamos a los nuevos silos de la COVAP, cuya
forma era perfectamente identificable en la línea recta del horizonte.
El
camino sube dejando a la derecha la umbría de la Mojarrilla y tomando luego las
laderas de peña Cabrera, sobre cuya cima rocosa sobrevolaban los buitres. Antes
de que el camino se adentrara hacia el Norte, nos paramos a ver de nuevo y
desde más altura el territorio que se extendía a nuestros pies, que se había
clareado con el avance del día, y le fuimos poniendo nombre a los pueblos y a
los accidentes geográficos. “Allí, a la izquierda, está el cerro Mogábar; allí está
Hinojosa, más allá, Belacázar, y aquel último pueblo debe de ser Monterrubio”.
Cuando
el camino se abrió en dos, tomamos el de la derecha. El monte bajo era muy
espeso, pero en un sitio vimos un rodal pequeño con unos cuantos olivos sin
cuidar atacados por la tuberculosis de esta planta, que los puebla de multitud
de agallas del tamaño de aceitunas grandes, de manera que de lejos parecen
estar dando abundante fruto. No parecían enfermos los olivos de otro terreno mucho
mayor que vimos más adelante, en la ladera norte de la montaña.
Desde
aquel lugar y desde las altura anteriores, no se ven ni Los Pedroches ni La Alcudia,
sino un valle que se extiende de Este a Oeste entre la cadena de montañas que
limita a ambos, y no se ve ni un solo pueblo. El camino baja luego hasta incorporarse
a una pista de tierra muy bien mantenida que hasta tiene señales de tráfico.
Nosotros seguimos por la pista a lo largo de un kilómetro o así y nos volvimos,
aunque luego no retomamos el camino del Sur, que nos había llevado hasta allí,
sino que continuamos hacia el Suroeste por la pista, que discurre junto al margen
derecho del arroyo Culebrilla.
Precisamente
junto al arroyo vimos a un pastor con sus ovejas, con el que departimos durante
un rato. Un rato, también, estuvimos observando a un jabato que comía en un
corral al lado de varios cerdos ibéricos (antes habíamos visto a un jabalí bien grande
corriendo frente a nosotros). Un rato
estuvimos comiendo cerca del arroyo. Y un rato no llevó al final andar
por la casi desierta carretera de Alamillo. Y hubo ratos en los que nos
paramos a mirar el paisaje y a decidir por dónde nos íbamos. Muchos ratos, en
realidad, que sumados dan para que estuviéramos desde el amanecer hasta bien
avanzada la mañana por esa zona tan hermosa de España, aunque no fueron demasiados los kilómetros que recorrimos.