viernes, 4 de enero de 2013

Al molino de La Jurada



             En una entrada anterior, titulada “Camino de San Benito”, ponía yo de manifiesto lo absurdo del límite provincial entre Córdoba y Ciudad Real, que también lo es de Andalucía y Castilla-La Mancha, ya que está fijado en el curso del río Guadalmez, con lo que deja en el término de Almodóvar del Campo (en tierra de nadie, en realidad) a la aldea de San Benito, que pertenece naturalmente a la comarca de Los Pedroches. Un amable lector de esta página me ha remitido una copia digitalizada de la edición del día 16 de mayo de 1846 del periódico El eco del comercio en el que se pone de manifiesto el disgusto existente en Los Pedroches por la división provincial realizada en 1833 por Javier de Burgos, ya que la misma no atendió a los límites marcados hasta entonces, que iban por las cumbres de las montañas, y trazó en su lugar la línea más fácil que marcaba el cauce del río. No sabemos la repercusión que tuvo la protesta en Madrid, pero no parece que fuera mucha, a tenor de lo que acabó sucediendo y del cabreo que mostraba el corresponsal en Torrecampo del citado periódico en el último párrafo del artículo, en el que se despachaba a gusto contra los diputados “tirios y troyanos”, que ni se ocupaban de la usurpación de las dehesas comunales por los terratenientes, ni de restablecer los puentes derruidos sobre el Guadalmez, ni de ningún otro bien de estos pueblos.
             Juan y yo, en la mañana del último día del año 2012, hemos caminado por ambas orillas del río Guadalmez, como hacen los linces que dominan estos lugares, y las nutrias, y los ciervos, y los jabalíes, ajenos a esas líneas divisorias que separan a los hombres, conscientes de que los bosques son de sí mismos, no de un hombre o de otro, y de que son de sí mismos los lobos, y el aire, y los ríos, y los mares, y de que Los Pedroches no son de los habitantes de Los Pedroches, sino de la humanidad, por lo que también son de los habitantes de Los Pedroches los altos del Pirineo y los llanos de la Amazonía, ajenos, por tanto, a ese aldeanismo cerril y caduco que divide a la Tierra (con mayúsculas) en parcelas y se la adjudica a las naciones (que no son sino obsesiones temporales).


            Hemos dejado el coche sobre el puente viejo que la A-437, entre Torrecampo y el límite provincial, tiene sobre el río Guadalmez, y hemos tomado el camino que se abre río arriba, ya en el término de Almodóvar. Juan que, como las grullas que vi ayer por la cañada de La Mesta, volverá pronto al Norte, me recordó enseguida las veces que los he traído a él y a su hermano a recorrer estos parajes. 
             Los territorios son algo vivo. Están llenos de animales y de vegetales y, sobre todo, están llenos de historias. Por eso no se puede describir un paseo sin hablar de lo que al paseante le evoca el lugar por el que pasea. Y yendo con su hijo, a solas, al alma del paseante le afloran montones de emociones y sentimientos. Este, como el de los recorridos largos en coche, es un buen momento para la confidencia, y en la confidencia los padres transmiten mejor a sus hijos los principios morales que quieren para ellos. En mi caso, que se guíen sin miedo, sin ideologías previas y sin prejuicios, que arriesguen hasta donde sea posible y que amen a la gente por lo que hace, no por lo que dice o por lo que es. 
             Juan y yo hemos recorrido el primer tramo del camino desviándonos a la derecha cuando el sotobosque de, fundamentalmente, adelfas, tamujos y zarzamoras lo hace posible para observar el cauce del río y el mismo bosque, formado por sauces, álamos y alisos. Aunque en algunos tramos la extracción de áridos ha desarbolado la ribera y ha ensanchado el cauce, el bosque está, en general, muy bien conservado, y junto con el río sirve de morada a distintas especies de anfibios, de peces, de aves y de mamíferos, lo que hace que este territorio esté incluido en el Plan Especial de Protección del Medio Físico, realizado por la Junta de Andalucía en 1984, como “Complejo Ribereño de Interés Ambiental”. 


            Próximos a la ribera, se hallan por ambos márgenes los restos de varios molinos, como el de Las Tres Paradas, junto al que hubo un puente hasta el siglo XVII, el de Camacho, el de Casimiro y el de Los Bobadillas. Nuestro destino es el molino de La Jurada, que aún está en pie con todas sus instalaciones internas, aunque rodeado de las ruinas de sus edificaciones anejas. Para llegar hasta él, debemos girar a la izquierda (hacia el Este) cuando el camino se encuentra con una casa de labor, pasar por delante del cortijo de Julio y volver hacia el Sur para coger el camino de Torrecampo a El Horcajo, por el que se atravesará el río Guadalmez.
             El molino de La Jurada se levanta entre el arroyo Navalengua, que desemboca en el Guadalmez unos cuantos metros más adelante, y este río, por el que debemos cruzar nosotros si queremos cumplir con nuestro objetivo inicial. La cuestión, sin embargo, no es baladí, pues aunque hay unas pasaderas, el abundante caudal ha vuelto escurridizas las piedras, lo que podría dar con nuestros huesos en el río, que por aquí tiene más de medio metro de profundidad. 
             Como el riesgo es elevado, dejamos lo más sensible al agua escondido entre unos tamujos (la cámara de fotos, el móvil y la cartera) y cruzamos el río con la ayuda de un palo. Ya en el otro lado, observamos en el suelo el tronco del mítico pino que hasta que lo derribó el viento (de eso hará un par de años) daba idea, como un faro, de la ubicación del molino desde varios kilómetros de distancia y recorremos luego el caz por el que se conducía el agua al artilugio, una obra monumental de más un kilómetro de longitud en cuyo suelo de barro se agolpan ahora las huellas de los ciervos. 


            La vuelta al molino lo hacemos por la vega del río. Tras cruzar en sentido inverso la corriente, recogemos nuestras cosas y nos disponemos a desandar el camino. Los pocos kilómetros que nos quedan los hacemos a buen ritmo y hablando de esto y de lo otro, como deben hacer –pienso yo– un padre y un hijo.