En
una entrada anterior, titulada “Camino de San Benito”, ponía yo de manifiesto
lo absurdo del límite provincial entre Córdoba y Ciudad Real, que también lo es
de Andalucía y Castilla-La Mancha, ya que está fijado en el curso del río
Guadalmez, con lo que deja en el término de Almodóvar del Campo (en tierra de
nadie, en realidad) a la aldea de San Benito, que pertenece naturalmente a la
comarca de Los Pedroches. Un amable lector de esta página me ha remitido una copia
digitalizada de la edición del día 16 de mayo de 1846 del periódico El eco del comercio en el que se pone de
manifiesto el disgusto existente en Los Pedroches por la división provincial realizada
en 1833 por Javier de Burgos, ya que la misma no atendió a los límites marcados
hasta entonces, que iban por las cumbres de las montañas, y trazó en su lugar la
línea más fácil que marcaba el cauce del río. No sabemos la repercusión que
tuvo la protesta en Madrid, pero no parece que fuera mucha, a tenor de lo que
acabó sucediendo y del cabreo que mostraba el corresponsal en Torrecampo del
citado periódico en el último párrafo del artículo, en el que se despachaba a
gusto contra los diputados “tirios y troyanos”, que ni se ocupaban de la
usurpación de las dehesas comunales por los terratenientes, ni de restablecer
los puentes derruidos sobre el Guadalmez, ni de ningún otro bien de estos
pueblos.
Juan y yo, en la mañana del último día
del año 2012, hemos caminado por ambas orillas del río Guadalmez, como hacen
los linces que dominan estos lugares, y las nutrias, y los ciervos, y los jabalíes,
ajenos a esas líneas divisorias que separan a los hombres, conscientes de que los
bosques son de sí mismos, no de un hombre o de otro, y de que son de sí mismos los lobos, y el aire, y los ríos, y los mares, y de que Los
Pedroches no son de los habitantes de Los Pedroches, sino de la humanidad, por
lo que también son de los habitantes de Los Pedroches los altos del Pirineo y
los llanos de la Amazonía, ajenos, por tanto, a ese aldeanismo cerril y caduco que
divide a la Tierra (con mayúsculas) en parcelas y se la adjudica a las naciones
(que no son sino obsesiones temporales).
Hemos dejado el coche sobre el
puente viejo que la A-437, entre Torrecampo y el límite provincial, tiene sobre
el río Guadalmez, y hemos tomado el camino que se abre río arriba, ya en el
término de Almodóvar. Juan que, como las grullas que vi ayer por la cañada de
La Mesta, volverá pronto al Norte, me recordó enseguida las veces que los he
traído a él y a su hermano a recorrer estos parajes.
Los territorios son algo vivo. Están
llenos de animales y de vegetales y, sobre todo, están llenos de historias. Por
eso no se puede describir un paseo sin hablar de lo que al paseante le evoca el
lugar por el que pasea. Y yendo con su hijo, a solas, al alma del paseante le
afloran montones de emociones y sentimientos. Este, como el de los recorridos largos
en coche, es un buen momento para la confidencia, y en la confidencia los
padres transmiten mejor a sus hijos los principios morales que quieren para ellos.
En mi caso, que se guíen sin miedo, sin ideologías previas y sin prejuicios, que
arriesguen hasta donde sea posible y que amen a la gente por lo que hace, no
por lo que dice o por lo que es.
Juan y yo hemos recorrido el primer
tramo del camino desviándonos a la derecha cuando el sotobosque de,
fundamentalmente, adelfas, tamujos y zarzamoras lo hace posible para observar
el cauce del río y el mismo bosque, formado por sauces, álamos y alisos. Aunque
en algunos tramos la extracción de áridos ha desarbolado la ribera y ha
ensanchado el cauce, el bosque está, en general, muy bien conservado, y junto
con el río sirve de morada a distintas especies de anfibios, de peces, de aves
y de mamíferos, lo que hace que este territorio esté incluido en el Plan
Especial de Protección del Medio Físico, realizado por la Junta de Andalucía en 1984, como
“Complejo Ribereño de Interés Ambiental”.
Próximos a la ribera, se hallan por
ambos márgenes los restos de varios molinos, como el de Las Tres Paradas, junto
al que hubo un puente hasta el siglo XVII, el de Camacho, el de Casimiro y el
de Los Bobadillas. Nuestro destino es el molino de La Jurada, que aún está en
pie con todas sus instalaciones internas, aunque rodeado de las ruinas de sus
edificaciones anejas. Para llegar hasta él, debemos girar a la izquierda (hacia
el Este) cuando el camino se encuentra con una casa de labor, pasar por delante
del cortijo de Julio y volver hacia el Sur para coger el camino de Torrecampo a
El Horcajo, por el que se atravesará el río Guadalmez.
El molino de La Jurada se levanta entre
el arroyo Navalengua, que desemboca en el Guadalmez unos cuantos metros más
adelante, y este río, por el que debemos cruzar nosotros si queremos cumplir
con nuestro objetivo inicial. La cuestión, sin embargo, no es baladí, pues
aunque hay unas pasaderas, el abundante caudal ha vuelto escurridizas las
piedras, lo que podría dar con nuestros huesos en el río, que por aquí tiene
más de medio metro de profundidad.
Como el riesgo es elevado, dejamos
lo más sensible al agua escondido entre unos tamujos (la cámara de fotos, el
móvil y la cartera) y cruzamos el río con la ayuda de un palo. Ya en el otro
lado, observamos en el suelo el tronco del mítico pino que hasta que lo derribó
el viento (de eso hará un par de años) daba idea, como un faro, de la ubicación
del molino desde varios kilómetros de distancia y recorremos luego el caz por
el que se conducía el agua al artilugio, una obra monumental de más un
kilómetro de longitud en cuyo suelo de barro se agolpan ahora las huellas de
los ciervos.
La vuelta al molino lo hacemos por la
vega del río. Tras cruzar en sentido inverso la corriente, recogemos nuestras cosas y nos
disponemos a desandar el camino. Los pocos kilómetros que nos quedan los
hacemos a buen ritmo y hablando de esto y de lo otro, como deben hacer –pienso yo– un padre y un hijo.