Las bromas
Las bromas
Toda
broma es una ficción con apariencia de realidad creada para provocar regocijo,
en la que unos conocen la verdad y otros no. En toda broma hay dos personajes
esenciales: el que la hace, que conoce la verdad, y el que la padece, que la
ignora por completo. Pero también puede haber público, que observa el engaño y
asiste al montaje casi con tanto gozo como el que lo realiza.
Toda
broma necesita del momento de la verdad, en el que la ficción se destruye de
golpe. Entonces, se liberan las fuerzas que han estado conteniéndose, el que la
ha hecho y el público se ríen a carcajadas y al bromeado no le queda más
remedio que aceptarla, porque de lo contrario quedará como un aburrido y un
simple.
Que
a todo el mundo, por astuto que sea y avisado que esté, se le puede gastar una
broma, es algo más que evidente. Dado que se trata de construir ficciones, el
triunfo de la broma depende de la calidad del montaje. Como toda la realidad se
puede simular, a todo el mundo se le pueden construir circunstancias a medida,
que serán más o menos complejas según sea más o menos perspicaz la persona
objeto de la burla. No obstante, las bromas no suelen gastarse a los más sagaces
o a los que vayan a aguantarlas mal, sino a los más inocentes y sumisos, como
puso de manifiesto Juan Antonio Bardem con su magistral película Calle Mayor,
en la que unos bromistas hacen creer a una solterona que uno de ellos la ama. En
el fondo, toda broma se construye para que unos se rían a costa de otros, y si
ese otro se percata de la ficción o se pone violento en el momento de la
verdad, puede complicar la diversión, o incluso que el montaje acabe de mala
manera. (Por eso, porque no les gusta asumir el papel del cándido o del ingenuo,
los que más bromas hacen son los que peor las aguantan).
Dado
que la broma es un montaje en el que el público se ríe, puede ser también un
espectáculo susceptible de aprovechamiento comercial. En los tiempos que
corren, en los que la imaginación brilla por su ausencia y el público se
alimenta de basura, son numerosos los medios de comunicación que cubren buena
parte de su espacio o de su tiempo gastando bromas, esto es, utilizando la buena
fe de las personas para realizar un espectáculo con el que conseguir más
audiencia. Para ejemplo, yo siempre me acuerdo de una secuencia de una de aquellas
películas de Manuel Summers (To er mundo é güeno y To er mundo é... ¡mejó!),
que tanto éxito alcanzaron a principios de los años 80 haciendo uso del humor
negro, en la que un supuesto ciego consigue que los viandantes lo pasen multitud
de veces de un lado a otro de la calle.
Hace
unos días, Jacintha Saldanha, enfermera del hospital Rey Eduardo VII de Londres,
fue encontrada muerta, al parecer por haberse suicidado, tras haber sido objeto
de una broma realizada desde Australia por unos locutores de radio, que se
hicieron pasar por Isabel II y el príncipe Carlos para preguntarle por el
estado de salud de su nieta, Kate Middleton, duquesa de Cambridge. Tras su
muerte, los portavoces del hospital han anunciado que nadie le había exigido
responsabilidades por haber hecho públicos datos confidenciales sobre la duquesa.
No debe buscarse ahí el abismo anímico que provocó la fatal decisión de la
enfermera, sino en la desmesura del espectáculo del que ella fue protagonista
sin quererlo.
Si razonamos
que la cosa no fue tan grave como para adoptar una decisión tan sin vuelta
atrás, debemos razonar también sobre los temores que se esconden en el alma de cada
una de las personas, que son suyos y de nadie más. Si no podemos obligar a
nadie a que sea capaz de hablar en público y eso lo entendemos, no sé por qué
no se entiende como un derecho el que nadie puede someterte a la humillación de
exhibir tu inocencia. Y si no podemos ni publicar el número del documento de identidad de un
ciudadano, porque se supone que es un dato protegido que a nadie importa, no sé
por qué se consiente que se muestre la identidad de nuestra alma.
Hay personas
que van a la tele y, buscando un minuto de mugrienta gloria, se bajan los
pantalones del alma para mostrarnos sus más miserables cazcarrias (parece que el
mundo va por ahí, por grandes hermanos,
programas de testimonio y demás bazofias del estilo). Pero hay otras a las que
les gusta pasar inadvertidas y que sólo quieren que las dejen en paz. No parece
que estas últimas lo vayan a tener fácil. Los bromistas son minoría, pero el
público anda ansioso de espectáculo sin percatarse de que el próximo objeto de
la burla puede ser él. Y la burla es barata y rentable, especialmente en una
sociedad que premia al sinvergüenza y castiga al ingenuo, al cándido, al inocente.