sábado, 8 de diciembre de 2012

El catedrático implacable (fragmento)



Aunque aún era temprano para lo que habían dispuesto, poco antes de las doce, en vista de que había invadido su mente el recuerdo de su mujer y el delegado seguía dando cuenta de sus peripecias con escritores y altos cargos, don Lisardo se levantó y dijo que había llegado el momento. El delegado, a quien el tiempo se le había hecho muy liviano, miró el reloj, y al ver que faltaba mucho para la hora convenida, preguntó por la razones del cambio de planes.

– Porque me lo pide el cuerpo –contestó el catedrático–. La intuición del investigador es como el ojo clínico del médico. Brota sin más explicaciones porque detrás hay un mar de conocimientos ocultos.

Al delegado le pareció hermética aquella disquisición, mas para no delatar su incultura, guardó silencio y se limitó a sacar una linterna y a colgarse la cámara fotográfica. Don Lisardo, que tenía otra linterna, apagó la luz del despacho y salió el primero al pasillo, con su compañero tan pegado a él que casi le pisaba los talones.

Afuera, corría el aire con una velocidad que provocaba chirridos en las contraventanas y silbidos callados en las bóvedas más distantes. No habrían andado ni una decena de metros, cuando el catedrático pidió sigilo con un siseo breve, pues había oído un ruido extraño. Se quedaron quietos y alerta apenas unos segundos, el lapso que el catedrático tardó en identificar a sus espaldas el castañeteo de los dientes del delegado, que brincaban excitados por el miedo.

– En estos corredores se pasma uno –se excusó el delegado al ser descubierto.

El catedrático no le respondió, porque juzgó lógico el pánico en alguien que no fuese él, y siguió avanzando. Al llegar a la primera ventana, dispuso que apagaran las linternas y se asomó al patio tendido sobre el alféizar. En el exterior, todo estaba tranquilo: en el cielo brillaban sin ganas las estrellas de la ciudad, el tejado frontero estaba libre de gatos de la decana y en el suelo reverberaba débilmente el agua del estanque.

– ¿Se ve algo? –preguntó el delegado.

– No –contestó con un susurro el catedrático poco antes de bajarse.

Apuntaban con las linternas a las paredes o al techo, porque la oscuridad era muy espesa y no podían atravesarla. Cuando se encontraban con una puerta cerrada, el catedrático pegada su oído a ella. “¿Se oye algo?”, musitaba entonces el delegado. El catedrático, en lugar de contestarle, le pedía calma chisteándole, lo mismo que cuando se tropezaban con una puerta abierta y miraba dentro.

Con esa conversación anduvieron un par de corredores y descendieron unas escaleras que los condujeron a la planta baja, por donde siguieron andando sin saber adónde iban ni lo que estaban buscando. “Ahí es donde estaba asomada la muchacha de la fotografía”, masculló don Lisardo al pasar por delante de una puerta. “Ahí es donde me di de bruces con el monstruo que por pocas me mata”, dijo en otra ocasión, cuando llevaban un montón de tiempo caminando por un pasillo que parecía infinito. Y cuando había puertas cerradas, el catedrático seguía pegando la oreja, y cuando estaban abiertas, continuaba escrutando los recovecos que iluminaba con la linterna. Estaba tan ensimismado en su exploración que no se percató de que el delegado había dejado de preguntarle ¿se oye algo, se ve algo? y de responderle a sus comentarios, ni se dio cuenta de que el castañeteo de dientes que sonaba a sus espaldas se había vuelto escandaloso. No salió de sus propias cavilaciones ni siquiera cuando oyó que el delegado le decía: “Hoy no hay nadie. Sería mejor que nos fuéramos”. Chistó, eso sí, pero siguió adelante.

– Don Lisardo, vámonos –reclamó entonces el político.

– Chis.

Por más que insistió el delegado, el catedrático siguió avanzando sin prestarle atención hasta que notó una presión en las costillas.

– Don Lisardo –dijeron a sus espaldas–, aquí mando yo, que por algo llevo la pistola.

Entonces, sí, entonces el catedrático salió de sí mismo, se volvió y señaló con la linterna al rostro del individuo que lo acompañaba, quien entornó los ojos y le dijo:

– Ande, lléveme a la calle, que ya me he cansado de esta investigación.

Don Lisardo hizo lo que le ordenaban con ánimo de dejar huir al cobarde y seguir rastreando él solo, pero tras descorrer los pestillos de la puerta principal, a la que llegaron no mucho más tarde, el delegado le mandó que se quitara los pantalones.

– Con qué fin –preguntó el catedrático sin saber a qué atenerse.

– No se preocupe, don Lisardo, que no es lo que usted se teme. Es que ha debido sentarme mal lo que he comido y, para qué andarse con eufemismos en estas soledades, se me ha soltado el punto y sin poderlo remediar me he cagado.

– ¡Cielo santo!

– Usted comprenderá, don Lisardo, que un hombre de mi posición y tan bragado no vaya por ahí con esta facha, y mucho menos que se presente delante de su mujer como un bebé.

– ¿Y yo?

– Bueno, usted es un intelectual, a usted le está permitido cierto grado de bohemia. Compréndalo, don Lisardo. Y no se preocupe, que las calles están oscuras y no es para tanto. Además, este favor que me hace no se me olvidará. Pídame alguna subvención. Y si tiene problemas para enchufar a alguien, llámeme.

– ¡Jamás lo hubiera imaginado!

– Nada es como parece. Ande, no le dé más vueltas, póngase mis ropas y vaya con Dios, a ver si otro día tiene más suerte con el criminal.

El delegado se limpió el culo con los papeles del tablón de anuncios y con las bajeras de sus propios pantalones y se puso los de don Lisardo, al que no le cupo otra que vestirse con los que estaban cagados.

 



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