miércoles, 26 de diciembre de 2012

El Hundiero: Bajo el síndrome de Stendhal



            Que la belleza es, esencialmente, objetiva y tiene su función es archisabido. Las flores son hermosas porque deben atraer a los insectos, que “recuerdan” su color, su forma y su sabor para asegurar el proceso de la polinización. En el reino animal, los machos y las hembras se atraen más cuanto más fuertes y hermosos son porque la Naturaleza quiere que se transmitan los genes más preparados para la supervivencia. Si en el ser humano es atractiva, además, la inteligencia, es porque resulta muy conveniente en el proceso de la evolución, aunque a la Naturaleza se le ha ido de las manos ese componente (¿espiritual?) y le ha dado la posibilidad de pensar y sentir (de ser) como los dioses con un cuerpo que, sin embargo, enferma, envejece y muere.
             Pero no quiero seguir por ese camino que se me abre, no al menos hoy, que es Navidad y tengo el alma bajo la positiva influencia de los recuerdos que viví el pasado domingo. Quiero hablar de la belleza, de la belleza objetiva, de la belleza que entra por los sentidos del ser humano y lo abruma, que le altera no sólo el pensamiento y la voluntad, sino que se somatiza y le provoca palpitaciones y desvanecimientos, pues me he hallado bajo una suerte de síndrome de Stendhal después de la visita que hice junto a mis amigos Pablo, José Luis y Rafael al sitio conocido como El Hundiero, ubicado en las proximidades de Pozoblanco.
             Concretamente, el punto de salida de nuestra marcha ha estado entre los kilómetros 16 y 17 de la carretera de La Canaleja (CP-165), un paraje bastante alto al que hemos llegado cuando ya la luz nos permitía ver por completo el horizonte, aunque el sol aún no había salido. De hecho, nada más bajar del coche le he pedido a mis compañeros que me esperaran un momento para hacer unas fotos desde el mirador que provoca la siguiente curva de la carretera, pues el valle del Cuzna y los valles de los arroyos que le son tributarios se encontraban cubiertos por una espesa red de niebla con forma de raspa de pez, en tanto que los lugares más altos emergían nítidamente de las nubes con sus líneas de olivos y sus cortijos blancos y rojos como si lo hicieran del mar de un cuento de hadas. El aire era purísimo y la vista se extendía sin traba alguna hasta que chocaba con las manchas de color que formaban el paisaje (los montes, las nubes en las vaguadas, el cielo, los árboles, las casas…), que desde arriba parecían recién pintadas, como si el Dios Hacedor, satisfecho de su obra, se hubiera ido a descansar sólo unos cuantos minutos antes.
             El paisaje hermoseó aún más con los primeros metros del camino, que gatea hasta la cumbre de un cerro dejando a la derecha las líneas de montes y las hondonadas que forman los ríos. Arriba del todo, nos salió por primera vez el sol. Yo me había retrasado para hacer unas fotos a mis amigos contra el amanecer y, agobiado por tanta belleza, me acordé de aquellos hombres primitivos que profesaban el animismo, con los que de algún modo me sentía solidario.

Como el horizonte está curvado por los montes, el sol nos ha salido por sus líneas más bajas y se ha ocultado por las más altas y ha vuelto a salir mientras caminábamos cuesta abajo en dirección a las nubes, que vistas desde lejos parecían dispuestas a alimentarse con nosotros.
 La noche ha debido ser fresca, como nos ha indicado la escharcha depositada sobre el lomo de unas ovejas, pero el sol apretaba mucho nada más salir y una de esas veces que lo hemos visto emerger hemos comprobado la velocidad con que transformaba el rocío en vapor de agua, que parecía que los árboles estaban ardiendo con llamas blancas. Cuando ha salido definitivamente, el sol ha calentado lo suyo, más de lo que resulta propio para esta época de año.


Pasado el arroyo Tomilloso, que estaba envuelto en una niebla dulce, el terreno se empina y se empina y vuelve a empinarse haciendo bueno el nombre del lugar, Hundiero, como si uno no fuera a escapar nunca del hoyo al que ha llegado casi sin darse cuenta. Este lugar, convinimos los cuatro amigos mientras andábamos, es un matadero para los caminantes, pero debe resultar casi imposible para los ciclistas, a los que no somos capaces de imaginar sin echar pie a tierra.


No obstante, unos cuantos minutos después de que alcanzáramos la carretera del Cerro de las Obejuelas (CP-203), han llegado detrás de nosotros ocho o nueve ciclistas, quienes nos han confesado haber coronado la cuesta sin bajarse de la bicicleta. “Hay que subir aprovechando la poca aceleración que llevas, porque si te apeas no eres capaz de arrancar”, nos ha informado uno de ellos. En el rato de charla, nos han hablado de las rutas que suelen hacer por esos lares, que lo mismo incluyen los caminos de La Marmota, hacia el Este, que los que llevan al puente colgante, cerca de Peña Horno, hacia el Sur, al que tal vez se dirigieran cuando reanudasen la marcha. “A esto se llama disfrutar la vida”, ha dicho otro a modo de corolario poco antes de despedirse.


Los ciclistas son gente esforzada, amable, sencilla y amante de la naturaleza, y yo les profeso una gran admiración. Hemos visto otro grupo de ciclistas a la vuelta, justo antes del arroyo Tomilloso, que ellos han cruzado delante de nosotros.

El camino que hemos seguido es, fundamentalmente, la suma de una cuesta abajo (hasta el arroyo) y una cuesta arriba (hasta la carretera) tanto a la ida como a la vuelta, y las dos cuestas son imponentes, con porcentajes muy superiores al 20%. Vistos desde el arroyo, y con el camino que les quedaba, a estos ciclistas no les arrendábamos la ganancia. Ni se la arrendábamos al caminante que tuviera a bien aventurarse por estos lugares en verano, pues no creíamos posible sobrevivir al enorme calor que debe hacer en ellos.
 Para nosotros no era verano, sino diciembre, y, mientras sentados junto al arroyo echábamos un bocado y le dábamos unos tragos de vino de Montilla a la bota, el sol nos observaba y nos trataba con afecto. No había ni una nube en el cielo, pues todas estaban posadas en las cañadas del Cuzna, y hacía una temperatura excelente. Los colores estaban limpios, la hierba crecía ante nuestros ojos y se sentía la respiración de los árboles. “Hace un día precioso”, le hemos dicho unos kilómetros más adelante a Bartolomé, un ganadero al que hemos visto tanto a la ida como a la vuelta, a lo que él ha contestado: “Sí, hace un día como una pava”. Lo que a nosotros nos ha servido para debatir durante un tramo sobre el significado de ese símil tan común y, sin embargo, tan extraño.

Cuando después de doce duros kilómetros hemos llegado al coche, ya era casi mediodía y las nubes todavía cubrían las hondonadas del Cuzca y sus afluentes. 

(Los planos de esta página se han realizado con el visor iberpix)