Que la belleza es,
esencialmente, objetiva y tiene su función es archisabido. Las flores son
hermosas porque deben atraer a los insectos, que “recuerdan” su color, su forma
y su sabor para asegurar el proceso de la polinización. En el reino animal, los
machos y las hembras se atraen más cuanto más fuertes y hermosos son porque la
Naturaleza quiere que se transmitan los genes más preparados para la
supervivencia. Si en el ser humano es atractiva, además, la inteligencia,
es porque resulta muy conveniente en el proceso de la evolución, aunque a la
Naturaleza se le ha ido de las manos ese componente (¿espiritual?) y le ha dado
la posibilidad de pensar y sentir (de ser) como los dioses con un cuerpo que,
sin embargo, enferma, envejece y muere.
Pero no quiero seguir por ese camino que se me abre, no
al menos hoy, que es Navidad y tengo el alma bajo la positiva influencia de los
recuerdos que viví el pasado domingo. Quiero hablar de la belleza, de la
belleza objetiva, de la belleza que entra por los sentidos del ser humano y lo abruma,
que le altera no sólo el pensamiento y la voluntad, sino que se somatiza y le provoca
palpitaciones y desvanecimientos, pues me he hallado bajo una suerte de síndrome de Stendhal después de
la visita que hice junto a mis amigos Pablo, José Luis y Rafael al sitio
conocido como El Hundiero, ubicado en las proximidades de Pozoblanco.
Concretamente,
el punto de salida de nuestra marcha ha estado entre los kilómetros 16 y 17 de
la carretera de La Canaleja (CP-165), un paraje bastante alto al que hemos
llegado cuando ya la luz nos permitía ver por completo el horizonte, aunque el
sol aún no había salido. De hecho, nada más bajar del coche le he pedido a mis
compañeros que me esperaran un momento para hacer unas fotos desde el mirador
que provoca la siguiente curva de la carretera, pues el valle del Cuzna y los
valles de los arroyos que le son tributarios se encontraban cubiertos por una
espesa red de niebla con forma de raspa de pez, en tanto que los lugares más
altos emergían nítidamente de las nubes con sus líneas de olivos y sus cortijos
blancos y rojos como si lo hicieran del mar de un cuento de hadas. El aire era
purísimo y la vista se extendía sin traba alguna hasta que chocaba con las
manchas de color que formaban el paisaje (los montes, las nubes en las vaguadas,
el cielo, los árboles, las casas…), que desde arriba parecían recién pintadas, como
si el Dios Hacedor, satisfecho de su obra, se hubiera ido a descansar sólo unos
cuantos minutos antes.
El
paisaje hermoseó aún más con los primeros metros del camino, que gatea hasta la
cumbre de un cerro dejando a la derecha las líneas de montes y las hondonadas
que forman los ríos. Arriba del todo, nos salió por primera vez el sol. Yo me
había retrasado para hacer unas fotos a mis amigos contra el amanecer y,
agobiado por tanta belleza, me acordé de aquellos hombres primitivos que profesaban
el animismo, con los que de algún modo me sentía solidario.
Como el horizonte está curvado
por los montes, el sol nos ha salido por sus líneas más bajas y se ha ocultado
por las más altas y ha vuelto a salir mientras caminábamos cuesta abajo en
dirección a las nubes, que vistas desde lejos parecían dispuestas a alimentarse
con nosotros.
La noche ha debido ser fresca,
como nos ha indicado la escharcha depositada sobre el lomo de unas ovejas, pero
el sol apretaba mucho nada más salir y una de esas veces que lo hemos visto
emerger hemos comprobado la velocidad con que transformaba el rocío en vapor de
agua, que parecía que los árboles estaban ardiendo con llamas blancas. Cuando
ha salido definitivamente, el sol ha calentado lo suyo, más de lo que resulta
propio para esta época de año.
Pasado el arroyo Tomilloso, que
estaba envuelto en una niebla dulce, el terreno se empina y se empina y vuelve
a empinarse haciendo bueno el nombre del lugar, Hundiero, como si uno no fuera
a escapar nunca del hoyo al que ha llegado casi sin darse cuenta. Este lugar,
convinimos los cuatro amigos mientras andábamos, es un matadero para los
caminantes, pero debe resultar casi imposible para los ciclistas, a los que no
somos capaces de imaginar sin echar pie a tierra.
No obstante, unos cuantos minutos
después de que alcanzáramos la carretera del Cerro de las Obejuelas (CP-203), han
llegado detrás de nosotros ocho o nueve ciclistas, quienes nos han confesado
haber coronado la cuesta sin bajarse de la bicicleta. “Hay que subir aprovechando
la poca aceleración que llevas, porque si te apeas no eres capaz de arrancar”,
nos ha informado uno de ellos. En el rato de charla, nos han hablado de las
rutas que suelen hacer por esos lares, que lo mismo incluyen los caminos de La
Marmota, hacia el Este, que los que llevan al puente colgante, cerca de Peña
Horno, hacia el Sur, al que tal vez se dirigieran cuando reanudasen la marcha. “A
esto se llama disfrutar la vida”, ha dicho otro a modo de corolario
poco antes de despedirse.
Los ciclistas son gente esforzada,
amable, sencilla y amante de la naturaleza, y yo les profeso una gran
admiración. Hemos visto otro grupo de ciclistas a la vuelta, justo antes del
arroyo Tomilloso, que ellos han cruzado delante de nosotros.
El camino que hemos seguido es, fundamentalmente,
la suma de una cuesta abajo (hasta el arroyo) y una cuesta arriba (hasta la
carretera) tanto a la ida como a la vuelta, y las dos cuestas son imponentes,
con porcentajes muy superiores al 20%. Vistos desde el arroyo, y con el camino
que les quedaba, a estos ciclistas no les arrendábamos la ganancia. Ni se la
arrendábamos al caminante que tuviera a bien aventurarse por estos lugares en
verano, pues no creíamos posible sobrevivir al enorme calor que debe hacer en
ellos.
Para nosotros no era verano, sino
diciembre, y, mientras sentados junto al arroyo echábamos un bocado y le dábamos
unos tragos de vino de Montilla a la bota, el sol nos observaba y nos trataba con
afecto. No había ni una nube en el cielo, pues todas estaban posadas en las cañadas
del Cuzna, y hacía una temperatura excelente. Los colores estaban limpios, la
hierba crecía ante nuestros ojos y se sentía la respiración de los árboles.
“Hace un día precioso”, le hemos dicho unos kilómetros más adelante a
Bartolomé, un ganadero al que hemos visto tanto a la ida como a la vuelta, a lo
que él ha contestado: “Sí, hace un día como una pava”. Lo que a nosotros nos ha
servido para debatir durante un tramo sobre el significado de ese símil tan
común y, sin embargo, tan extraño.
Cuando después de doce duros
kilómetros hemos llegado al coche, ya era casi mediodía y las nubes todavía
cubrían las hondonadas del Cuzca y sus afluentes.