lunes, 24 de diciembre de 2012

El sermón del obispo

El cortejo salió de la facultad y recorrió despacio el escaso trayecto que había hasta la capilla, a cuyas puertas se detuvo, pues la vicedecana había ordenado que permanecieran cerradas hasta aquel preciso momento para impedir que la multitud la abarrotase y dejara sin sitio a profesores y autoridades. Aprovechando aquel inciso, el obispo se dirigió hasta donde estaba don Lisardo y le pidió que hiciese de monaguillo. El catedrático aceptó sin pensárselo dos veces, aunque luego, en la sacristía, se dio cuenta de su ignorancia y le pidió al obispo que le fuera apuntando su papel, porque él había estado alejado muchos años de los actos religiosos y se había olvidado de las liturgias y casi hasta del padrenuestro.
– Si hubieran venido estudiantes, podía haberles echado un buen sermón sobre las penas del infierno, pero esos cabrones se creen que todos los días no lectivos son de fiesta y se habrán ido a tomar vermús a las terrazas del casco antiguo –dijo luego.
El obispo no entró al trapo y le contestó que en funerales como aquel lo más atinado era homenajear al fallecido ensalzando alguna de sus virtudes, y que le indicase una que hubiera tenido la decana. Don Lisardo meditó la respuesta.
– Llevaba con bastante dignidad las formas atroces de su cuerpo –reveló finalmente.
– Entonces –respondió el obispo–, predicaré sobre la resignación cristiana.
Y sin conversar más, salieron de la sacristía y entraron en la capilla.
Nada más llegar al altar, el obispo se dio cuenta de que no había sistema de megafonía. “Usted hable fuerte, que esto es chico”, le dijo don Lisardo bajito, y el obispo así lo hizo, de manera que sus palabras viajaban con nitidez hasta las últimas bancas, aunque enseguida se percató de que la mayoría de los congregados se hallaban como ausentes. No tanto para que lo escuchasen, pues, sino más bien para que los reunidos se sintieran vigilados y atendiesen a la fuerza, determinó aprovechar que no había megafonía para pronunciar el sermón desde el púlpito barroco que había algo delante del altar, junto al muro de la izquierda, según la posición de los fieles. “Amadísimos hermanos. No. Queridos hijos míos. No. Hermanos del señor. No”, pensó el obispo, que siempre tenía ese tipo de dudas antes de empezar las homilías, mientras las tablas de la escalerita del púlpito crujían espantadas una detrás de otra por el daño de un peso al que ya no estaban acostumbradas. “Amadísimos hermanos, paz y alegría. Eso es”, maduró cuando se disponía a abrir la portezuela. Y, tras abrirla, todavía caviló “y digo paz y alegría en estas tristes circunstancias” antes de reparar que en el suelo, sentado contra el antepecho, reposaba el cuerpo del bedel de recepción, al que habían cosido a puñaladas.
Otro en su lugar se hubiera espantado, pero él no. Él tenía la sangre fría de quien ha llevado muchos viáticos a casas de moribundos, de quien ha oído en confesión a pecadores que tenían un pie en el más allá y de quien, obligado por razón de su empleo a conocer las condiciones divina y humana, somete su voluntad al albur de cualquier acontecimiento, previsto o imprevisto. De modo que su sobresalto fue liviano y la pequeña indecisión que siguió al descubrimiento del cadáver fue percibida entre los fieles como un ligero vahído causado por el esfuerzo de subir las escaleras. Enseguida apartó con el pie derecho un brazo del bedel, que le entorpecía la ubicación más perfecta y, ligeramente inclinado hacia adelante, recorrió con la mirada la superficie de rostros que yacía a sus pies e inició el sermón a voz en grito con la siguiente frase, que el tornavoz se encargó de repercutir: “Pecadores, ¿adoráis a Satanás?”. Los asistentes lo observaron espantados. “Rechinarán vuestros dientes en cuanto deis el paso que conduce a la otra vida”, continuó él luego. De hecho, todo el sermón, cuyo contenido había trocado sustancialmente tras el hallazgo del muerto, estuvo dedicado a describir uno por uno los horrores del infierno. Y como buen experto en latines, lo hizo con el ritmo y la sintaxis más correcta, y como hombre de su época, perito en sicología y ducho en técnicas de información, empleó en ello los silencios y los tiempos más adecuados para provocar en el auditorio tensiones y desahogos, de forma que cuando acabó, en el sobrenatural mutismo de la capilla, hubo quien confundió el crujir de los peldaños de la escalerita con el crepitar de las llamas del averno.

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