El furor de la decana
El furor de la decana
La decana se aferró al brazo de don
Lisardo y, mientras caminaba, no paraba de parlotear de la gran cerrazón que
nubla el entendimiento de los hombres, por muy maduros que sean, que está más
enraizada en su ser que el instinto de supervivencia. Don Lisardo tuvo que
demandarle por dos veces que lo soltase cuando llegaron a la altura de la
lámpara, porque a la primera no lo oyó, de tan absorta en su discurso como iba,
y debió hacerla callar para que lo escuchase pedirle que sujetara la silla que
había puesto sobre la mesa y se hallaba en tenguerengue. Luego, aunque la
decana seguía hablando, don Lisardo fue a lo suyo: se subió en la mesa, escaló
la silla, levantó los brazos y registró en el aire con las manos hasta que atinó
con la lámpara.
– Ya la tengo. Sujeta, que voy a hacer
fuerza para sacar las velas –pidió entonces.
La decana soltó las patas de la silla y le
cogió las piernas.
– ¿Qué haces?
– Buscaba el respaldo.
– Asegura bien.
– Descuida.
Don Lisardo había levantado los brazos y
se encontraba en plena labor cuando sintió que la estructura se desestabilizaba
e, inmediatamente después, que le agarraban sus partes.
– ¿Eso eres tú? –oyó antes de que pudiera
reaccionar.
– ¿Cómo?
– ¿Dónde está el respaldo?
– ¿Qué?
– Si te suelto sin coger el respaldo, te
caerás, seguro.
– Suéltame, aunque me caiga.
La decana hizo finalmente lo que le
pedían y retiró la mano y don Lisardo, algo arrugado por lo expuesto que seguía
estando a los errores de quien lo ayudaba, arrancó con abundante trabajo dos
velas tan lisas que parecían de plástico, se bajó, sacó un mechero de
propaganda de un banco que por casualidad llevaba en el bolsillo, pues no
fumaba, y prendió ambos pábilos sin percatarse de que la decana, cuyo repentino
mutismo él había agradecido expresamente, tenía la respiración un punto acelerada
y lo miraba de un modo bastante raro.
– Ve detrás de mí y ten cuidado, no vayas
a pisarme –prescribió don Lisardo tras entregar la vela a su acompañante.
Y sin más demora, iniciaron su marcha de
la forma acordada. Aunque iban haciéndole pantalla a la llama con una mano, al
pasar junto a la puerta de la calle, que aún se encontraba abierta, el
vientecillo que se colaba les apagó las velas y don Lisardo debió sacar
nuevamente el encendedor. Entonces, mientras prendía fuego a las mechas, notó
una fijación extraña en los ojos de su colega, en cuyas pupilas bailaba diabólicamente
el rojo azulado de las flamas.
– ¿Tienes miedo? –le dijo.
– Yo no. ¿Y tú?
Don Lisardo no tuvo tino para reconocer
en aquella sencilla pregunta una segunda intención y aclaró:
– Lo digo porque voy a cerrar la puerta
de la calle y nos vamos a quedar solos en esta inmensidad negra.
– Y yo.
– ¿Y yo qué?
– Que yo te pregunto si tienes miedo por
lo mismo –enfatizó la decana.
A juicio del catedrático, aquella
ostentación superflua era una artimaña poco sutil para disimular la turbación
que a su colega le producía el miedo, pero nada comentó para desenmascararla,
pues había dejado de hablar y esa era la mejor noticia que en aquel momento
podían darle. En todo caso, tomó la cabeza con la intención de dirigirse hacia
la zona donde vio al encapuchado y explorar sus alrededores y dio por bueno que
su acompañante lo cogiera del hombro, pues pensaba que con ello la ayudaba a
guiarse en la oscuridad y le ofrecía amparo frente al terror que la embargaba.
De esa guisa u otra parecida, anduvieron varios corredores. El catedrático protegía
la llama con una mano y rastreaba con la vista o con el oído y la decana, que
llevaba la vela apagada de no hacerle pantalla, se sujetaba al hombro de don
Lisardo, o a su brazo, o incluso a su cintura, y a veces, pero sólo a veces,
volvía al tema que, según su madre y ella, tanto obsesiona a los hombres.
– Lo cierto es que yo puedo
comprenderlos, porque he estudiado sicología, estoy en contacto con la juventud
y me considero una mujer moderna –dijo en una de esas ocasiones.
Se hallaban en uno de los pasillos más
tétricos y angostos y don Lisardo seguía viendo natural que su colega lo
agarrara, aunque lo hiciera bastante por debajo de la cintura.
– Yo puedo comprender que busquen lo que
buscan y que sueñen lo que sueñan, porque en el fondo ellos y nosotras tenemos
sueños análogos.
– ¡Guarda silencio o nos delataremos!
– No veo a nadie. Estamos totalmente
solos. ¿Sabes lo que eso significa? Que nadie se enteraría.
– ¿De qué?
– De qué va a ser: de lo que hiciéramos.
– ¿De lo que hiciéramos?
La decana apagó de un soplo la vela de
don Lisardo y se abalanzó sobre él.
– ¿Qué haces?
– Lo que no debo, hago lo que no debo.
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