¿Quién ha dicho que la
felicidad no se pesa y se mide? La felicidad, como la butifarra, como los
cortijos, como las curvas de las modelos, tiene su sistema métrico, si bien no
es único ni propio, sino variable y prestado de los que comúnmente tienen las
cosas. Y como todo lo que se puede pesar y medir, la felicidad da mucho juego
en eso de presumir y provocar envidia. Ayer llegué a mi casa a las siete, pues
yo a las ocho, pues yo a las doce de la mañana, por ejemplo. Y digo esto por no
hablar de casas, de coches, o de viajes. O de cortinas del salón, o de ligues,
o de tapitas por el mediodía.
Asimilar la felicidad a
las cosas tiene su lado positivo, pues es mucho más fácil comprar cosas que
lleven anejo un plus de felicidad que comprar felicidad pelá y mondá. Yo, sin ir
más lejos, soy mucho más feliz tomándome un plato de jamón bueno que tomándome
un plato de jamón malo. Pues bien, la diferencia de precio entre ambos platos
es el precio de mi felicidad. Igual que lo es la diferencia entre una limusina
y un coche potente, o entre un palacete y una casa buena, o entre un hotel de
lujo y un hotel espacioso y limpio.
Las Navidades son las
fiestas más felices porque a lo largo de casi un mes está a la venta toda la
felicidad del mundo, y además en un ambiente sumamente acogedor. Miles de
bombillitas de colores alegran nuestra vista en las calles comerciales. Por las
calles comerciales se oyen a todas horas los mismos villancicos cantados desde
nadie sabe dónde, como si fuera por uno de esos milagros de las blandas
películas norteamericanas que nos ponen por las tardes, llenas de papasnoeles y
de fieles empleados trabajando hasta las tantas el día de Nochebuena. La buena gente del mundo, que en Navidad es
toda la gente, lleva una permanente sonrisa en los labios entre las apreturas
de las calles comerciales.
Todo en Navidad es sencillo
y perfecto, como debería ser siempre. Hasta los pobres tienen su ración extra
de caridad, como lo prueba el que aumenten los donativos y las suscripciones a
ONGs, y no hay comida familiar, de hermandad, o de confraternización, en la que
tras dar las gracias a Dios por los alimentos que vamos a tomar no se tenga un
recuerdo solidario hacia los que no pueden dar las gracias a Dios por los
alimentos que van a tomar. A fin y al cabo, todos somos de carne y hueso, todos
estamos igualados por un mismo origen y un mismo destino y todos tenemos casi
las mismas dolamas. Lo de menos es que a unos les duela la barriga por un
empacho y a otros de hambre. Y, por si fuera poco, toda la familia se reúne por
Navidad. Hasta el hijo descarriado vuelve a casa con una libra de turrón en la
mano mientras el resto de la familia entona ilusionada vuelve, a casa vuelve, vuelve a tu hogar, vuelve por Navidad. Todos
olvidan sus resentimientos, las peleas por la media fanega o por el reparto de
trastos de la cámara, y, si no los olvidan, los sobrellevan en silencio con tal
de no darle un disgusto a la anciana madre, que ha preparado una opípara cena y
cree que va a ser la última vez que los tenga reunidos a todos en la tierra
antes de tenerlos reunidos a todos en el
cielo.
¡Qué entrañables son las
calles comerciales!, ¡qué ricos están los polvorones!, ¡cuántas cosas me van a
traer los Reyes Magos!: ¡qué feliz voy a ser esta Navidad!