viernes, 28 de diciembre de 2012

Feliz Navidad



          ¿Quién ha dicho que la felicidad no se pesa y se mide? La felicidad, como la butifarra, como los cortijos, como las curvas de las modelos, tiene su sistema métrico, si bien no es único ni propio, sino variable y prestado de los que comúnmente tienen las cosas. Y como todo lo que se puede pesar y medir, la felicidad da mucho juego en eso de presumir y provocar envidia. Ayer llegué a mi casa a las siete, pues yo a las ocho, pues yo a las doce de la mañana, por ejemplo. Y digo esto por no hablar de casas, de coches, o de viajes. O de cortinas del salón, o de ligues, o de tapitas por el mediodía.

          Asimilar la felicidad a las cosas tiene su lado positivo, pues es mucho más fácil comprar cosas que lleven anejo un plus de felicidad que comprar felicidad pelá y mondá. Yo, sin ir más lejos, soy mucho más feliz tomándome un plato de jamón bueno que tomándome un plato de jamón malo. Pues bien, la diferencia de precio entre ambos platos es el precio de mi felicidad. Igual que lo es la diferencia entre una limusina y un coche potente, o entre un palacete y una casa buena, o entre un hotel de lujo y un hotel espacioso y limpio.

          Las Navidades son las fiestas más felices porque a lo largo de casi un mes está a la venta toda la felicidad del mundo, y además en un ambiente sumamente acogedor. Miles de bombillitas de colores alegran nuestra vista en las calles comerciales. Por las calles comerciales se oyen a todas horas los mismos villancicos cantados desde nadie sabe dónde, como si fuera por uno de esos milagros de las blandas películas norteamericanas que nos ponen por las tardes, llenas de papasnoeles y de fieles empleados trabajando hasta las tantas el día de Nochebuena.  La buena gente del mundo, que en Navidad es toda la gente, lleva una permanente sonrisa en los labios entre las apreturas de las calles comerciales.

          Todo en Navidad es sencillo y perfecto, como debería ser siempre. Hasta los pobres tienen su ración extra de caridad, como lo prueba el que aumenten los donativos y las suscripciones a ONGs, y no hay comida familiar, de hermandad, o de confraternización, en la que tras dar las gracias a Dios por los alimentos que vamos a tomar no se tenga un recuerdo solidario hacia los que no pueden dar las gracias a Dios por los alimentos que van a tomar. A fin y al cabo, todos somos de carne y hueso, todos estamos igualados por un mismo origen y un mismo destino y todos tenemos casi las mismas dolamas. Lo de menos es que a unos les duela la barriga por un empacho y a otros de hambre. Y, por si fuera poco, toda la familia se reúne por Navidad. Hasta el hijo descarriado vuelve a casa con una libra de turrón en la mano mientras el resto de la familia entona ilusionada vuelve, a casa vuelve, vuelve a tu hogar, vuelve por Navidad. Todos olvidan sus resentimientos, las peleas por la media fanega o por el reparto de trastos de la cámara, y, si no los olvidan, los sobrellevan en silencio con tal de no darle un disgusto a la anciana madre, que ha preparado una opípara cena y cree que va a ser la última vez que los tenga reunidos a todos en la tierra antes de tenerlos reunidos a todos  en el cielo.

          ¡Qué entrañables son las calles comerciales!, ¡qué ricos están los polvorones!, ¡cuántas cosas me van a traer los Reyes Magos!: ¡qué feliz voy a ser esta Navidad!