Hoy, junto a la barra de la cafetería Capri, me he
enterado de que mañana, 2 de diciembre de 2012, la cierran definitivamente y esa noticia, absolutamente inesperada para mí, me ha dejado hundido. El restaurante
y cafetería Capri es uno de los establecimientos con más solera de Pozoblanco. Está
ubicado en la plaza del Cronista Sepúlveda, nº 14, y fue fundada en 1987, el
mismo año en que cerró la desaparecida fonda Damián, otro establecimiento
emblemático, que fue abierta en 1939 por Antonio Fernández
Fernández y de la que luego se encargaron Carmelo, hijo de Antonio y el padre de los actuales
gestores de la Capri, y sus hermanos varones, Paco y Pepe.
En las paredes del restaurante Capri hay enmarcados 28
recortes de periódico que hablan de las excelencias de lo que allí se sirve, lo
que da idea de que, si todos los cierres son traumáticos, por lo que suponen de
desengaño y de salto al vacío, el de la Capri es, además, la alegoría (otra
más) de un trauma colectivo. No es que la Capri haya fracasado, es que el mundo
feliz en que nos movíamos ha estallado en nuestra cara y ahora que las aguas
vuelven torrencialmente a su cauce se llevan por delante a cualquiera, sin separar
lo bueno de lo malo y sin reparar en el sufrimiento que generan.
Mientras
nos tomábamos una cerveza en la barra, una amiga ha tenido el buen acuerdo de proponer
que comiéramos, por última vez, en la Capri y todos hemos aceptado. La atención
de Manolo ha sido, como siempre, excepcional, y excepcional, como siempre, ha
sido la comida. Cuando salíamos, al percibir que tal vez no volviéramos a
quedar en ese establecimiento, he sentido como si alguien diera un portazo en mi
memoria y separara lo que había antes de lo que vendrá después. El antes feliz,
de lechón y de cervezas, y el futuro, en cuyo horizonte anidan las tormentas.
Cierra la Capri, y la de mañana será la última oportunidad que
tendrán los nostálgicos del tiempo perdido, como yo, de despedirla como Dios
manda, tomándose a la salud de sus dueños y sus trabajadores una tapa y una cerveza.