La parte oeste de Los Pedroches tiene
menos encinar y está ocupada en gran medida por explotaciones cerealistas que,
en el momento en que realizo la ruta propuesta por Adroches para Hinojosa del
Duque, están espigadas y han alcanzado el máximo de su altura. No hay ni una
nube en el cielo. Me ha amanecido a la espalda y ando por una senda apta para
todo tipo de vehículos, entre lomas pobladas de trigo que se ondulan ligeramente
al paso de un viento suave que todavía refresca, pero pronto no evitará que nos
achicharremos todos.
El calor secará pronto los campos, que
ahora muestran toda su lozanía. Si lloviera un poco –me digo–, se alargaría
también un poco la vida de estas cosechas, tal vez crecieran los tallos y los
granos y la cosecha de cereal y de paja sería más grande. Se alargaría la vida.
Se alargaría la vida, solo eso. El
trigo tiene un ciclo vital y moriría tarde o temprano por mucho que lloviera,
por mucho que la tierra, el sol y la lluvia le fueran favorables. El trigo no
tiene nada de excepcional, le pasa lo que a todas las plantas, lo que a todos
los animales, lo que a todos los seres vivos, incluidos nosotros.
Mientras ando, me acuerdo de un poema que escribí una vez sobre una hormiga que tenía el don de pensar y quería ser
como los pájaros y tener alas o como los seres humanos y tener alma. Ahora,
pienso en lo que desearía una de esas cabezas de espigas que puebla el campo si
tuviera el mismo don y me viera pasar.
Podía pensar: moriré, moriré como
mueren todas las plantas, como todos los animales y como todos los seres vivos,
incluido ese hombre que pasa por el camino con aire meditabundo. Moriré, pero
no me importa, porque, como para ese hombre, también para mí hay otra vida, que
es una apacible y eterna primavera.
Ya me imagino a la espiga respondiendo a sus
preguntas sin respuesta y calmando sus inquietudes con toda suerte de
creencias. Ya me la imagino adorando a la Tierra, que le da los minerales que
la sustentan. Al Sol, que la provee de energía. A la Lluvia, que la mantiene
activa. Al Fuego y al Viento, que pueden castigarla si se comporta
deshonrosamente, si descree o si no cumple fielmente los ritos de la veneración.
Ya me imagino a esa espiga y a otras hablando
en nombre de los dioses y a su afán por convencerse mutuamente.
Es una paranoia, ya sé, una fantasía
más del paseante solitario que soy: las espigas no piensan y la Tierra solo es
la tierra.
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