A
veces, cuando las circunstancias me llevan a Córdoba, hago tiempo en la plaza de Jerónimo Páez tomando una caña y leyendo el periódico, sentado en la terraza
del bar que ahora se llama La cávea,
como los graderíos de los teatros y de los circos romanos, pues no en vano en
aquel lugar se ubicó en tiempos el teatro romano de Córdoba, algunos de cuyos
restos se exponen en la plaza, como unos elementos más del mobiliario urbano, o
en el Museo Arqueológico y Etnológico, que abre sus puertas allí mismo.
La
plaza de Jerónimo Páez está en pleno corazón del inmenso casco histórico de
Córdoba, casi en uno de los ejes de
mayor circulación de los turistas, que los llevaría de las Tendillas a la Mezquita-Catedral,
pero lo suficientemente apartada de él como para mantenerla ajena al bullicio,
lo que permite disfrutarla con sosiego y de seguido por los sentidos del alma,
que son más templados que los del cuerpo y requieren de más tiempo y más
dedicación para asimilar los placeres que se le brindan.
La
noche del pasado sábado, cuando una nube de turistas llegados de todas las
partes del mundo tomaban Córdoba en plena fiesta de Los patios y ocupaban cada
uno de los miles de veladores que pueblan la ciudad, unos amigos, Carmen y yo
pudimos sentarnos sin problemas en la terraza de La cávea y tomarnos por unos cuantos euros un plato de gambas, unos
caracoles y unas cañas. La temperatura era espléndida y los únicos sonidos que
nos llegaban eran los murmullos de quienes, como nosotros, gozaban de una sencilla
conversación y del encanto del lugar.
Antes,
hace muchos años, la plaza de Jerónimo Páez era un lugar oscuro, solitario y
triste. Toda Córdoba, en realidad, lo era, especialmente los barrios antiguos, por
los que daba grima pasear, sobre todo de noche. Córdoba vieja era como un inmenso
caserón antiguo a medio abandonar por sus residentes, con las vigas combadas, las
paredes descascarilladas, humedad por todos los rincones y el tejado poblado de
hierbajos. De todo su potencial artístico y monumental, apenas se mostraba la
mezquita y una parte de la judería, y en ambos casos sin la pretensión de
agradar al visitante y casi con vergüenza. Cuando yo estudiaba allí, en fin, Córdoba
sólo miraba a su pasado glorioso, en el que buscaba la estima por sí misma que
no encontraba en sus palacios, en sus iglesias, en sus calles, en su río y en
sus ruinas.
La
Córdoba de hoy es otra. Córdoba ya no es una ciudad con unos cuantos monumentos
que se visitan en un día si se sigue a un guía experto, sino una ciudad prodigiosa
que necesita de muchos días para conocerla en su integridad. Córdoba entera es
el monumento, lo es por contener un sinfín de ellos, consecuencia de su pasado
dilatado y glorioso, que sorprenden al visitante detrás de cada esquina, lo es
por el peculiar entramado de sus vías públicas y lo artístico del conjunto que forman
sus casas, conservado milagrosamente durante un tiempo en el que en otros
sitios se hicieron tanto destrozos, lo es por la elegancia y el buen gusto con
que el Ayuntamiento ha hecho las innumerables reformas que necesita, lo es por haber
expulsado de gran parte de la ciudad a los coches para cedérsela de nuevo a
quienes son sus legítimos propietarios, los ciudadanos, y lo es por lo bonita
que la tienen sus gentes.
Córdoba
es ahora una ciudad alegre, limpia y, en apariencia, segura. La he visitado en
las cruces y la he vuelto a visitar en los patios, y no tengo sino palabras de
alabanza. Visitar Córdoba en mayo es una experiencia impresionante, aunque se
sea como yo, poco amante de las colas, pues no hace falta hacer colas para
entrar en algunos patios, ni hace falta ver los patios más demandados para
sentir toda la belleza de la ciudad. Córdoba es grande y se puede caminar sin
agobios, incluso en soledad, por un sinfín de calles hermosas, como se puede
tomar sin problemas una cerveza por mucha gente que haya en las inmediaciones o
tropezarse en un rincón encantador con una agrupación que canta serenatas, como
nos pasó a nosotros en el Compás de la iglesia de San Francisco con los Amigos
de Ramón Medina de la Peña El Limón.
Las
cosas se han hecho bien en el casco urbano Córdoba. Lo han hecho bien las
autoridades y lo han hecho los ciudadanos, que se han concertado con las
primeras para ofrecerse a sí mismos un lugar mejor donde vivir y para brindar a
los visitantes un producto turístico de la máxima calidad. Y lo están haciendo
bastante bien los empresarios turísticos, de manera que Córdoba es ahora una ciudad
de primera magnitud, por lo que contiene y por lo que es. Y lo mejor de todo:
Córdoba es un ejemplo de lo que podemos llegar a hacer los españoles si nos lo
proponemos conjuntamente, convertir un edificio medio en ruinas pero con muchas
potencias en una auténtica joya.