viernes, 22 de marzo de 2013

Verdad y medios de comunicación de masas




Cualquiera que haya leído en la prensa la noticia de un hecho del que ha sido testigo o protagonista habrá percibido la diferencia entre la realidad y lo publicado. Esa discrepancia, que resulta justificada cuando obedece a causas técnicas tales como las limitaciones del medio, del lenguaje o del periodista, es difícilmente entendible cuando además hay razones espurias, que tienen que ver con los prejuicios de quien la redacta, con la llamada línea editorial del periódico en el que se transmite o con la cuenta de resultados de la empresa, razones que en no pocas ocasiones son, sencillamente, el sectarismo, la propaganda partidista y el negocio puro y duro.
En la Democracia real (que paradójicamente es la teórica), la diferencia que existe entre la realidad y lo publicado es siempre un fracaso, de modo que todos los que participan en la transmisión de la noticia, después de haber pretendido sin éxito completo hacer llegar a los ciudadanos (que no al público) la realidad tal y como es, deben quedarse tanto con la satisfacción de haberlo intentado como con la emoción de no haberlo conseguido, a fin de que permanezca en ellos el afán de eliminar un poco más de ficción la próxima vez.
En la Democracia aplicada, sin embargo, esa discrepancia no se concibe como un error contra el que debe lucharse permanentemente, sino que se busca, pues ni se entiende el concepto ético de la verdad única, ni que el periodista que informa es un simple descriptor de la realidad, ni que el destinatario de la información es un espíritu crítico en blanco, sin perfiles personales, sin derecho a voto y sin dinero.
Alrededores de Fuente La Lancha
  La discrepancia entre lo real (la verdad) y lo publicado debería salvarse por la libertad de prensa: si hay libertad para describir la verdad con franqueza, unas informaciones corregirán a otras o las complementarán, de manera que en el pensamiento crítico del destinatario que accede a ellas podrá fijarse una idea muy aproximada de lo que ocurrió. En este modelo, las informaciones no compiten por ganarse el ánimo del receptor, sino por aproximarse a toda la verdad de un modo equilibrado, por lo que los errores se subsanan inmediatamente y se aceptan las enmiendas vengan de donde vengan.
La libertad de prensa, por contra, suele entenderse en países como España como aproximaciones a una parte de la verdad, la que interesa –como se ha dicho– a los prejuicios del informador, a la línea editorial del medio o a la cuenta de resultados de la empresa. Según esta manera de concebir el derecho a informar, la verdad es única pero tiene muchas caras, que mostrará según el lado desde el que se la mire, de tal forma que para encontrar toda la verdad habrá que ver todas las caras de la misma para constituir con ellas, aplicando un método crítico, la noción más aproximada a su verdadera esencia.
Pero el modelo de las caras es ineficaz, cuando no contraproducente, por distintas causas. Para empezar, porque la verdad no tiene muchas caras, sino una. La verdad es siempre como es y nunca como se la muestra. El que se acerca a la verdad completa es consciente de ello y lo hace con humildad y, por consiguiente, con el propósito de admitir las correcciones y perseguir la perfección. El que pretende ofrecer sólo la verdad parcial está reiteradamente contento con lo que ha hecho, pues haga lo que haga el desenlace es, justamente, la verdad parcial, es decir, hay una correlación permanente entre sus pretensiones y los efectos de su actividad, por lo que recibe con dificultad las enmiendas y no pretende la mejora. 
Camino de Pozoblanco a Alcaracejos
 El que busca toda la verdad intenta eliminar el sesgo que sus prejuicios o las circunstancias imponen a su información. El que informa de una cara de la verdad, en cambio, entiende que los juicios previos son consustanciales con el hombre y los aprueba y utiliza.
Como no compite con nadie, el que busca la verdad completa no informa con la intención de convencer. Por el contrario, el que la busca sólo parcialmente procura convencer a los demás de que la parte de la verdad que ve él es más importante que las otras en la naturaleza del todo. Como consecuencia de lo anterior, el primero informa cuando dice que va a informar y opina cuando dice que va a opinar, mientras que el segundo opina cuando dice que va a informar y cuando dice que va a opinar o mezcla sin avisar la información y la opinión.
El que busca la verdad completa se dirige a todos los ciudadanos, sin distinción de ideología, y recibe de ellos mensajes fríos, o incluso de reproche, tanto de los que rechazan sus errores como de los que no conciben su falta de compromiso, pues para la mayoría de los ciudadanos el compromiso de los periodistas no debe ser con la verdad, sino con una parte de ella, la más análoga a su propia ideología. A estos últimos ciudadanos se dirige el periodista que enseña solamente una parte de la verdad.
Entre los periodistas que enseñan una parte de la verdad y los ciudadanos que demandan información sobre la misma hay una relación de afinidad ideológica que se refuerza con el intercambio de mensajes, casi afectiva. Como ambos coinciden en el sesgo con que se enfrentan a la realidad, los jefes del medio se cuidan de que el sesgo se mantenga entre los componentes del equipo, pues de ello depende la venta de periódicos o las cifras de la audiencia. De hecho, las ventas y la audiencia crecen por los laterales, en paralelo a las expectativas de voto de los partidos políticos vinculados a la doctrina que marca la línea editorial del medio.
Los partidos lo saben y procuran hacer prosperar la audiencia de sus medios allegados concediendo exclusivas o facilitándoles información privilegiada, pues de ese modo incrementan sus expectativas de voto y refuerzan la cohesión de sus seguidores. A cambio, esperan de ellos (más que reclamarles) claridad en el posicionamiento y coincidencia con el partido, tanto en su ideología como en el apoyo a los planes trazados para llevarla al poder.
La relación de afinidad ideológica entre los medios y los ciudadanos constituidos en audiencia o en público exige, además de la exaltación del partido que la representa, la censura de los partidos que la combaten y de los medios de comunicación que la apoyan. Por ello, si la mezquindad de los partidos es previsible a la hora de juzgar a los demás y la benevolencia lo es a la de juzgar a los suyos, la mezquindad y la benevolencia son también previsibles (bien es cierto que en menor medida) en la mayoría de los medios de comunicación, de tal manera que cualquier observador imparcial sabrá con antelación cual es el que informa por el tratamiento que le da a un político de uno u otro signo.

(Puede leer el libro completo de La Democracia retórica en pdf pinchando aquí o sobre la imagen que hay en la columna de la derecha)