Cualquiera que haya leído en la prensa la
noticia de un hecho del que ha sido testigo o protagonista habrá percibido la
diferencia entre la realidad y lo publicado. Esa discrepancia, que resulta
justificada cuando obedece a causas técnicas tales como las limitaciones del
medio, del lenguaje o del periodista, es difícilmente entendible cuando además
hay razones espurias, que tienen que ver con los prejuicios de quien la
redacta, con la llamada línea editorial del periódico en el que se transmite o
con la cuenta de resultados de la empresa, razones que en no pocas ocasiones
son, sencillamente, el sectarismo, la propaganda partidista y el negocio puro y
duro.
En la Democracia real (que paradójicamente es la
teórica), la diferencia que existe entre la realidad y lo publicado es siempre
un fracaso, de modo que todos los que participan en la transmisión de la
noticia, después de haber pretendido sin éxito completo hacer llegar a los
ciudadanos (que no al público) la realidad tal y como es, deben quedarse tanto
con la satisfacción de haberlo intentado como con la emoción de no haberlo
conseguido, a fin de que permanezca en ellos el afán de eliminar un poco más de
ficción la próxima vez.
En la Democracia aplicada, sin embargo, esa
discrepancia no se concibe como un error contra el que debe lucharse
permanentemente, sino que se busca, pues ni se entiende el concepto ético de la
verdad única, ni que el periodista que informa es un simple descriptor de la
realidad, ni que el destinatario de la información es un espíritu crítico en
blanco, sin perfiles personales, sin derecho a voto y sin dinero.
Alrededores de Fuente La Lancha |
La discrepancia entre lo real (la verdad) y lo
publicado debería salvarse por la libertad de prensa: si hay libertad para
describir la verdad con franqueza, unas informaciones corregirán a otras o las
complementarán, de manera que en el pensamiento crítico del destinatario que
accede a ellas podrá fijarse una idea muy aproximada de lo que ocurrió. En este
modelo, las informaciones no compiten por ganarse el ánimo del receptor, sino
por aproximarse a toda la verdad de un modo equilibrado, por lo que los errores
se subsanan inmediatamente y se aceptan las enmiendas vengan de donde vengan.
La libertad de prensa, por contra, suele
entenderse en países como España como aproximaciones a una parte de la verdad,
la que interesa –como se ha dicho– a los prejuicios del informador, a la línea
editorial del medio o a la cuenta de resultados de la empresa. Según esta
manera de concebir el derecho a informar, la verdad es única pero tiene muchas
caras, que mostrará según el lado desde el que se la mire, de tal forma que
para encontrar toda la verdad habrá que ver todas las caras de la misma para
constituir con ellas, aplicando un método crítico, la noción más aproximada a
su verdadera esencia.
Pero el modelo de las caras es ineficaz, cuando
no contraproducente, por distintas causas. Para empezar, porque la verdad no
tiene muchas caras, sino una. La verdad es siempre como es y nunca como se la
muestra. El que se acerca a la verdad completa es consciente de ello y lo hace
con humildad y, por consiguiente, con el propósito de admitir las correcciones
y perseguir la perfección. El que pretende ofrecer sólo la verdad parcial está
reiteradamente contento con lo que ha hecho, pues haga lo que haga el desenlace
es, justamente, la verdad parcial, es decir, hay una correlación permanente
entre sus pretensiones y los efectos de su actividad, por lo que recibe con
dificultad las enmiendas y no pretende la mejora.
Camino de Pozoblanco a Alcaracejos |
El que busca toda la verdad intenta eliminar el
sesgo que sus prejuicios o las circunstancias imponen a su información. El que
informa de una cara de la verdad, en cambio, entiende que los juicios previos
son consustanciales con el hombre y los aprueba y utiliza.
Como no compite con nadie, el que busca la
verdad completa no informa con la intención de convencer. Por el contrario, el
que la busca sólo parcialmente procura convencer a los demás de que la parte de
la verdad que ve él es más importante que las otras en la naturaleza del todo.
Como consecuencia de lo anterior, el primero informa cuando dice que va a
informar y opina cuando dice que va a opinar, mientras que el segundo opina
cuando dice que va a informar y cuando dice que va a opinar o mezcla sin avisar
la información y la opinión.
El que busca la verdad completa se dirige a
todos los ciudadanos, sin distinción de ideología, y recibe de ellos mensajes
fríos, o incluso de reproche, tanto de los que rechazan sus errores como de los
que no conciben su falta de compromiso, pues para la mayoría de los ciudadanos
el compromiso de los periodistas no debe ser con la verdad, sino con una parte
de ella, la más análoga a su propia ideología. A estos últimos ciudadanos se
dirige el periodista que enseña solamente una parte de la verdad.
Entre los periodistas que enseñan una parte de
la verdad y los ciudadanos que demandan información sobre la misma hay una
relación de afinidad ideológica que se refuerza con el intercambio de mensajes,
casi afectiva. Como ambos coinciden en el sesgo con que se enfrentan a la
realidad, los jefes del medio se cuidan de que el sesgo se mantenga entre los
componentes del equipo, pues de ello depende la venta de periódicos o las
cifras de la audiencia. De hecho, las ventas y la audiencia crecen por los
laterales, en paralelo a las expectativas de voto de los partidos políticos
vinculados a la doctrina que marca la línea editorial del medio.
Los partidos lo saben y procuran hacer prosperar
la audiencia de sus medios allegados concediendo exclusivas o facilitándoles
información privilegiada, pues de ese modo incrementan sus expectativas de voto
y refuerzan la cohesión de sus seguidores. A cambio, esperan de ellos (más que
reclamarles) claridad en el posicionamiento y coincidencia con el partido,
tanto en su ideología como en el apoyo a los planes trazados para llevarla al
poder.
La relación de afinidad ideológica entre los
medios y los ciudadanos constituidos en audiencia o en público exige, además de
la exaltación del partido que la representa, la censura de los partidos que la
combaten y de los medios de comunicación que la apoyan. Por ello, si la
mezquindad de los partidos es previsible a la hora de juzgar a los demás y la
benevolencia lo es a la de juzgar a los suyos, la mezquindad y la benevolencia
son también previsibles (bien es cierto que en menor medida) en la mayoría de
los medios de comunicación, de tal manera que cualquier observador imparcial
sabrá con antelación cual es el que informa por el tratamiento que le da a un
político de uno u otro signo.
(Puede leer el libro completo de La Democracia retórica en pdf pinchando aquí o sobre la imagen que hay en la columna de la derecha)