El mar es
fácilmente descriptible, pero son indescriptibles las emociones que produce. Si
decimos que el agua ocupa desde la línea de playa hasta donde se extiende la
vista, por ejemplo, no le hacemos justicia a la impresión que su inmensidad
provoca en el observador. Por más que intentemos calificar su movimiento, nunca
llegaremos a saber transmitir la serenidad que imprime a quienes se acercan a
sus orillas. Y si explicamos que el sol tiñe de naranjas, de amarillos y de
rojos el horizonte y que sobre la inquieta lámina marina se forma una estela
brillante, no habremos dado verdadera cuenta del asombro que provoca ver salir
al sol o verlo caer sobre las aguas.
He
oído que todo el mundo recuerda la primera vez que vio el mar, y no me extraña,
porque su impacto es colosal sobre el alma humana. Los seres humanos tenemos
que conocer el mar para percibir en todo su esplendor la belleza y la
magnificencia del planeta en el que vivimos. Por eso, y para comprobar cómo de
ciertas son las emociones de quienes intentan describirlo, es una aspiración
normal de todos ellos ir a ver el mar al menos una vez en la vida. Ahora, que
viajar está al alcance de cualquiera, este propósito parece baladí, pero hasta
no hace mucho era una de las aspiraciones mayores de quienes, como yo, eran de
tierra adentro y todavía hoy se mueren personas que no han visto cumplido ese
deseo.
Unos
cuantos amigos hemos estado unos días en El Algarve, en la costa sur de
Portugal, donde a finales de la Edad Media se acababa el mundo cierto de la
tierra firme y empezaba un mundo imaginario, poblado de leyendas y de sueños,
que los animosos veían con respeto y al que los medrosos le tenían miedo. De
entre los que por aquellos tiempos soñaban con descubrir lo que el mar guardaba
para quienes tuvieran el valor de aventurarse por sus inmensidades, uno de los más
dinámicos fue Enrique el Navegante, infante de Portugal, que a principios del
siglo XV reunió junto a la punta de Sagres a los más afamados cartógrafos y
navegantes de su tiempo para poner en práctica su afán explorador, con lo que dio
comienzo a la época de los grandes descubrimientos geográficos.
Asomados
al mar desde los acantilados de Sagres, es fácil sentir el espíritu de los
marinos y los científicos que animados por el anhelo de saber qué había más
allá descubrieron continentes y civilizaciones. Portugal parece ahora un
pequeño país sumido en el desánimo y bajo la ajena dirección de la troika
comunitaria, contra la que hemos visto manifestarse a los portugueses, pero ha
sido actor de una de las páginas más hermosas de la Historia de la humanidad y esa
realidad debería curar la herida en el orgullo de los habitantes de esas
tierras y animarlos a trabajar unidos por el futuro.
Los
amigos hemos caminado por las ciudades y los pueblos de esa zona de Portugal,
hemos entrado en sus bares y tiendas, hemos admirado sus campos y sus playas, nos
hemos asomado al mar desde las dunas, desde los acantilados y desde la cafetería
del hotel y hemos visto, junto a otros muchos españoles que han aprovechado el
puente del día de Andalucía, anochecer desde los farallones del cabo San
Vicente. Y hemos comido juntos muchas veces, y hemos compartido charlas, y nos
hemos reído con las ocurrencias de unos y los cantares de otros.
Algunos de
nosotros, además, hemos recordado la otra vez que estuvimos aquí, cuando
nuestros hijos eran pequeños y pasábamos todo el día bañándonos y tomando el
sol en la escondida playa de Beliche, entre la punta de Sagres y el cabo San
Vicente, y nuestra actividad era otra, y el mundo parecía más sencillo y más habitable.
Volveremos. A
esta tierra o a otra. Volveremos a pisar territorios nuevos, a sentir emociones
nuevas y a renovar cuanto de viejo hay en nosotros. Son muchos años ya de
viajes compartidos, aunque todavía menos de los que quedan por venir. ¡Hay
tantas tierras que ver todavía! ¡Hay tantas gentes que conocer y tantas
emociones que sentir y compartir con los amigos! ¿O no debe ser ese el espíritu
del que se asoma al mar desde los farallones del fin del mundo?