Éxito
es, según la primera acepción que recoge el diccionario de la Real Academia
Española, el “resultado feliz de un negocio, actuación, etc.”. Si seguimos esta idea, el
éxito dependería del fin que nos hemos propuesto antes de iniciar la actividad.
Si uno se ha planteado de joven, por ejemplo, llegar a lo más alto en el
terreno profesional, éxito sería alcanzar en ese campo las cotas más elevadas.
Y si lo que ha querido es tener mucho dinero, lo sería llegar a ser millonario.
Y si lo que ha pretendido es ser famoso, lo sería que fuera conocido por la
mayoría de los miembros de la sociedad.
Generalmente, casi nadie tiene un
fin tan claro y tan limitado, y el que lo tiene no suele reconocerlo, porque
resulta estúpido a los ojos de los demás, dado que existe la convicción social aparente
de que lo natural es gestionar adecuadamente un conjunto de fines menores para
conseguir el fin último de la felicidad, de que es posible, por ejemplo,
intentar llegar a lo máximo en el campo profesional y de esa manera tener dinero
más que suficiente y ser conocido, e incluso reconocido, por sus conciudadanos,
todo lo cual le supondrá el mayor grado de satisfacción, que es lo más parecido
a la felicidad.
Pero la felicidad es un estado
demasiado vago poco como para que pueda hacerse ostentación de él o para que de
él se pueda obtener el reconocimiento social, de modo que lo que la sociedad
reconoce en realidad son los indicios que muestran los fines menores, porque
supone que quien los ha conseguido debe estar satisfecho por ello, es decir,
que quien ha triunfado en el campo profesional debe haberlo hecho también en el
vital, lo mismo que quien ha conseguido hacer mucho dinero, o quien ha obtenido
la fama y/o la admiración de sus vecinos. Y ya no digo nada si ha conseguido
todo eso a la vez. En circunstancias normales de salud, el éxito vital, en fin,
acaba cuantificándose en títulos, en dinero y en premios, por no decir en las
veces que has salido en la televisión, lo cual puede resultar demoledor para la
personalidad del individuo, que puede acabar creyéndose que es lo que dicen de
él o que son amigos toda la chusma de prosélitos interesados que lo rodean.
Y si eso les pasa a las personas,
otro tanto les pasa a las agrupaciones de personas. Viene al caso esto porque
el pasado domingo estuve otra vez en la romería de San Benito de Obejo, que es a
la vez espectacular y entrañable, lo que me ha hecho reflexionar sobre la
naturaleza del éxito y sobre lo corrosivo que el éxito puede llegar a ser, a lo
que me ha ayudado también el que por estos días algunos dueños de patios de
Córdoba (recientemente declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO) hayan
pedido al Ayuntamiento de esa ciudad que les dupliquen las subvenciones para su
mantenimiento y apertura al público.
No sé cuánta gente estábamos en
la romería de San Benito, pero me atrevo a decir que no mucha y, en todo caso,
que la justa. Por eso no entiendo el afán de los periódicos del día siguiente
en asociar el éxito de la convocatoria con el número de asistentes, como si la
calidad dependiera de la cantidad. Esta obsesión por asociar el éxito del
evento con la cantidad es algo que no he entendido nunca, salvo para las
manifestaciones. En la romería de Obejo se podía aparcar el coche sin mayores
problemas, se podía tomar una cerveza sin mayores problemas en la única tasca
que había y se podía ver la procesión y la danza de las espadas sin mayores
problemas. Pero si hubiera habido una poca gente más, ya habría habido
problemas y nos habríamos sentido incómodos los asistentes.
El éxito de la romería de San Benito
es que siga casi igual que siempre (y ya van muchos siglos), ajena a la
influencia corrosiva de lo dominante fuera y a casi todo lo que de artificial y
empobrecedor tiene lo multitudinario. El lugar es una delicia, impresiona ver una
danza tan ancestral como la del bachimachía
al ritmo de una salmodia pegadiza cuya melodía se repite cada quince segundos, emociona
ver la cara del maestro en el patatú
y sobrecoge la entrada en la ermita de la comitiva y el baile que se desarrolla
luego. No hay fiesta comparable a esta por estos territorios, porque es
distinta a todas las demás y porque conserva lo más esencial de sus raíces.
Nosotros, por si fuera poco,
tuvimos el buen acuerdo de ir andando desde los pinos de El Comandante, que
están en la carretera de La Canaleja (CP-165), un poco más allá del puerto que
los planos ciclistas llaman El Castaño (como más que una carretera es un camino
de cabras, no hay peligro alguno para el caminante). Mientras bajábamos, nos
detuvimos varias veces a ver el paisaje y hacer recuento de los cortijos y montes
que veíamos (a la izquierda de nuestra marcha, se divisaba claramente el del
cerro de las Obejuelas; más lejos, la mole aún mayor de El Caballón, y,
enfrente, la línea blanca y curva de Obejo). Un par de kilómetros antes de
llegar al pueblo, tomamos un camino a la izquierda que atraviesa la famosa
vega de Obejo, un territorio feraz en el que pastaban las ovejas o crecía la
cebada, por el que anduvimos hasta que llegamos al lugar donde se asienta la
ermita del santo y la explanada anexa, al borde de la A-2214 y a unos dos kilómetros de la población.
Los
Pedroches es, geográficamente, una comarca que se extiende de Este a Oeste entre
dos líneas de montes de Sierra Morena, pero políticamente incluye los montes
del Sur, que formaban parte de la dehesa de la Concordía, que fue comunal de
las Siete Villas de Los Pedroches. Esta dehesa llegaba hasta muy cerca de
Obejo, lo que posibilitó el contacto entre los vecinos de Los Pedroches y el
pueblo de Obejo a lo largo de la epopeya que se dio durante los siglos XVIII y XIX
con la puesta en funcionamiento del olivar y, posteriormente, las sucesivas labores
que necesitan estas explotaciones, especialmente durante las campañas de
recogida de la aceituna, las cuales, como han puesto de manifiesto diversos estudiosos
de la Historia de Los Pedroches (aquí un artículo de Manuel Moreno Valero), han
sido decisivas para labrar la personalidad de las gentes de estas tierras.
Obejo siempre se
ha visto en Los Pedroches como un pueblo hermano, que veíamos desde lejos
cuando nos subíamos a los montes, al que conducían todas las veredas de
herradura y del que oíamos hablar con admiración. Porque está lejos y las carreteras
que conducen a él son una sucesión de curvas inverosímiles y porque sus
vecinos así lo han querido, conserva una fiesta única con apenas unos añadidos
que todavía no molestan. Sería una pena que quienes deben decidir sobre ella no
considerasen que el éxito es tenerla como está y que buscaran el destructivo fin de
hacerla más grande.