Hace
unos pocos años, alguien se dio cuenta de que el AVE pasaba por Los Pedroches y
lideró un movimiento ciudadano para pedir que parara a unos cuantos kilómetros
de Villanueva de Córdoba, donde se había construido un apeadero técnico. En general,
los políticos de unos partidos y otros no creían en el proyecto, pero se sumaron
a él cuando vieron el poder de convocatoria que tenía la plataforma creada al
efecto, esto es, cuando se percataron de que detrás del movimiento ciudadano
había muchos votos. Hasta cuatro Administraciones distintas se comprometieron entonces a
aportar fondos para las obras de construcción de la estación y de mejora de los
accesos y el propio Presidente de la Junta de Andalucía, por entonces Manuel
Chaves, dijo en la campaña electoral de las autonómicas de 2008 que el AVE
pararía en la estación de Villanueva de Córdoba a finales de 2009 o principios
de 2010.
Pasó
el tiempo, las distintas obras se fueron retrasando y, entre tanto, llegó una
crisis económica de efectos devastadores. La movilización ciudadana, que se estaba
consumiendo como una vela en un cirial, se vio afectada por el desánimo generalizado
y por la idea cada vez más extendida de que, al menos en tiempos de crisis, no
se podía invertir donde no había un retorno económico o social claro. La
mayoría de los políticos, que nunca creyeron en la rentabilidad de la infraestructura,
vieron que ya no perdían votos si no la apoyaban y dejaron hacer al olvido, que
es la mejor forma de ir en contra de algo manifestándose, sin embargo, a favor.
El
resultado es que ahora mismo, junto a las infraestructuras ejecutadas (entre
otras, una estación), crecen los matojos, como una alegoría de lo que prospera
en el proyecto inicial, cuya viabilidad está cada vez más en entredicho. Y el
resultado es que existe la creencia, yo creo que fundamentada, de que se nos ha
estado dando largas a costa del presupuesto público, esto es, de que nos ha
estado engatusando con una cuantas obras que, además, estábamos pagando
nosotros, con un dinero que muy probablemente no haya servido para nada.
La
estación de Villanueva de Córdoba es un buen lugar para iniciar un paseo por el
campo. Nosotros empezamos más atrás, en el inicio de la carretera que llega
hasta ella desde la A-421, unos tres kilómetros antes. Andar por un firme asfaltado,
por malo que sea, se agradece en una época tan lluviosa como la que tenemos
encima, en la que los caminos se vuelven impracticables y hasta los arroyos más
humildes se han convertido en verdaderos ríos. Tanta agua, al parecer, está
desconcertando a algunos animales, que no saben muy bien el medio en el que habitan.
Nosotros, por ejemplo, nos encontramos con un verdadero aluvión de lombrices en
una franja muy ancha de agua que cruzaba la carretera poco antes del paso
subterráneo de las vías.
Empezó
a llover cuando estábamos delante de la estación y recordábamos la “romería
popular” que hubo allí mismo en febrero de 2008 para reivindicar la parada del
tren. No era una lluvia intensa, y además íbamos bien pertrechados, así que mientras
seguían pasando los trenes (sin detenerse, obviamente) tomamos el cordel de
Montoro, que también está asfaltado, aunque los primeros seiscientos metros,
que son los más próximos a la estación y los que le dan acceso, se encuentran
amenazados por la floresta que crece sin control en sus bordes.
A
Algo de más de dos kilómetros de la estación, del cordel de Montoro sale un
camino a la derecha que va directamente hacia el Sur y que hace linde allí con
el término de Adamuz. “Camino de los Podos”, reza un letrero que hay instalado
a su comienzo. Lo tomamos y caminamos por él sin saber a ciencia cierta si
debíamos vadear los arroyos, misión harto imposible sin nadar, o el camino, que
se veía bueno y bien cuidado, tendría puentes que nos permitirían salvar la
corriente sin mojarnos.
El
camino de los Podos resultó ser extremadamente amable con los caminantes. Tiene
un firme de tierra perfecto, tiene cunetas que desaguan bastante bien las escorrentías
y tiene puentes que salvan los arroyos, al menos en su primer tramo, que es el
que nosotros recorrimos, donde sin el paso de tubos construido sobre el arroyo
Matapuercas nos hubiera sido imposible continuar adelante.
El
camino sigue luego en paralelo a ese arroyo, que baja entre torrenteras
haciendo pequeños saltos y armando ruido. A lo lejos, hacia el Este y hacia el
Sur, se divisan casi siempre altozanos, que aquel día tenían prendidas nubes
blancas, aparentemente mansas. A ambos lados del camino, el mundo llovioso que
nos ha tocado vivir este tramo de la primavera cuaja en una vegetación exuberante,
que se come las paredes de las cercas y puebla todo lo que pilla a su paso. Muchas
ramas de los árboles, por ejemplo, están cubiertas de líquenes y el musgo se
extiende por los peñascales de granito que ocupan buena parte de los campos,
entre los cuales pastan las vacas colorás
y las ovejas.
Nosotros
no hemos llegado a hacer la ruta circular que pretendíamos y nos hemos vuelto
en el sitio de Los Podos. Pasado otra vez el arroyo Matapuercas, bajo el puente
del ferrocarril que nos cubría de la lluvia, sentados en el suelo de tierra y
sintiendo el paso de los trenes, hemos abierto nuestras mochilas y hemos sacado
nuestra merienda, de la que hemos dado buena cuenta con la ayuda de algún trago
que otro de la bota. Esos viajeros que ahora pasan sobre nosotros a cientos de
kilómetros por hora –pensé entonces– no pueden ni imaginar que hay unos seres
como ellos bajo uno de esos puentes por los que circula el tren que los lleva,
unos seres que viven momentos felices en una tierra por la que transitarán sin
detenerse, un paraíso que a ellos les está vedado.