jueves, 28 de marzo de 2013

Junto a la estación de Villanueva de Córdoba



                Hace unos pocos años, alguien se dio cuenta de que el AVE pasaba por Los Pedroches y lideró un movimiento ciudadano para pedir que parara a unos cuantos kilómetros de Villanueva de Córdoba, donde se había construido un apeadero técnico. En general, los políticos de unos partidos y otros no creían en el proyecto, pero se sumaron a él cuando vieron el poder de convocatoria que tenía la plataforma creada al efecto, esto es, cuando se percataron de que detrás del movimiento ciudadano había muchos votos. Hasta cuatro Administraciones distintas se comprometieron entonces a aportar fondos para las obras de construcción de la estación y de mejora de los accesos y el propio Presidente de la Junta de Andalucía, por entonces Manuel Chaves, dijo en la campaña electoral de las autonómicas de 2008 que el AVE pararía en la estación de Villanueva de Córdoba a finales de 2009 o principios de 2010. 
                 Pasó el tiempo, las distintas obras se fueron retrasando y, entre tanto, llegó una crisis económica de efectos devastadores. La movilización ciudadana, que se estaba consumiendo como una vela en un cirial, se vio afectada por el desánimo generalizado y por la idea cada vez más extendida de que, al menos en tiempos de crisis, no se podía invertir donde no había un retorno económico o social claro. La mayoría de los políticos, que nunca creyeron en la rentabilidad de la infraestructura, vieron que ya no perdían votos si no la apoyaban y dejaron hacer al olvido, que es la mejor forma de ir en contra de algo manifestándose, sin embargo, a favor. 
                 El resultado es que ahora mismo, junto a las infraestructuras ejecutadas (entre otras, una estación), crecen los matojos, como una alegoría de lo que prospera en el proyecto inicial, cuya viabilidad está cada vez más en entredicho. Y el resultado es que existe la creencia, yo creo que fundamentada, de que se nos ha estado dando largas a costa del presupuesto público, esto es, de que nos ha estado engatusando con una cuantas obras que, además, estábamos pagando nosotros, con un dinero que muy probablemente no haya servido para nada.
                 La estación de Villanueva de Córdoba es un buen lugar para iniciar un paseo por el campo. Nosotros empezamos más atrás, en el inicio de la carretera que llega hasta ella desde la A-421, unos tres kilómetros antes. Andar por un firme asfaltado, por malo que sea, se agradece en una época tan lluviosa como la que tenemos encima, en la que los caminos se vuelven impracticables y hasta los arroyos más humildes se han convertido en verdaderos ríos. Tanta agua, al parecer, está desconcertando a algunos animales, que no saben muy bien el medio en el que habitan. Nosotros, por ejemplo, nos encontramos con un verdadero aluvión de lombrices en una franja muy ancha de agua que cruzaba la carretera poco antes del paso subterráneo de las vías. 
                 Empezó a llover cuando estábamos delante de la estación y recordábamos la “romería popular” que hubo allí mismo en febrero de 2008 para reivindicar la parada del tren. No era una lluvia intensa, y además íbamos bien pertrechados, así que mientras seguían pasando los trenes (sin detenerse, obviamente) tomamos el cordel de Montoro, que también está asfaltado, aunque los primeros seiscientos metros, que son los más próximos a la estación y los que le dan acceso, se encuentran amenazados por la floresta que crece sin control en sus bordes. 
                 A Algo de más de dos kilómetros de la estación, del cordel de Montoro sale un camino a la derecha que va directamente hacia el Sur y que hace linde allí con el término de Adamuz. “Camino de los Podos”, reza un letrero que hay instalado a su comienzo. Lo tomamos y caminamos por él sin saber a ciencia cierta si debíamos vadear los arroyos, misión harto imposible sin nadar, o el camino, que se veía bueno y bien cuidado, tendría puentes que nos permitirían salvar la corriente sin mojarnos.
                 El camino de los Podos resultó ser extremadamente amable con los caminantes. Tiene un firme de tierra perfecto, tiene cunetas que desaguan bastante bien las escorrentías y tiene puentes que salvan los arroyos, al menos en su primer tramo, que es el que nosotros recorrimos, donde sin el paso de tubos construido sobre el arroyo Matapuercas nos hubiera sido imposible continuar adelante.

                El camino sigue luego en paralelo a ese arroyo, que baja entre torrenteras haciendo pequeños saltos y armando ruido. A lo lejos, hacia el Este y hacia el Sur, se divisan casi siempre altozanos, que aquel día tenían prendidas nubes blancas, aparentemente mansas. A ambos lados del camino, el mundo llovioso que nos ha tocado vivir este tramo de la primavera cuaja en una vegetación exuberante, que se come las paredes de las cercas y puebla todo lo que pilla a su paso. Muchas ramas de los árboles, por ejemplo, están cubiertas de líquenes y el musgo se extiende por los peñascales de granito que ocupan buena parte de los campos, entre los cuales pastan las vacas colorás y las ovejas.
                 Nosotros no hemos llegado a hacer la ruta circular que pretendíamos y nos hemos vuelto en el sitio de Los Podos. Pasado otra vez el arroyo Matapuercas, bajo el puente del ferrocarril que nos cubría de la lluvia, sentados en el suelo de tierra y sintiendo el paso de los trenes, hemos abierto nuestras mochilas y hemos sacado nuestra merienda, de la que hemos dado buena cuenta con la ayuda de algún trago que otro de la bota. Esos viajeros que ahora pasan sobre nosotros a cientos de kilómetros por hora –pensé entonces– no pueden ni imaginar que hay unos seres como ellos bajo uno de esos puentes por los que circula el tren que los lleva, unos seres que viven momentos felices en una tierra por la que transitarán sin detenerse, un paraíso que a ellos les está vedado.