Cuando una casa amenaza ruinas, no basta con llamar a los
pintores, ni basta con que los albañiles tapen los desconchados y cambien unos
cuantos tabiques. Nuestros gobernantes no parecen darse cuenta de ello, y la
mayoría sigue como si tal cosa, con nosotros comiendo y durmiendo dentro de la edificación.
Cuando
una casa amenaza ruinas, lo procedente es, primero, decírselo a los que viven
dentro de ella y, luego, reforzar las estructuras y, si hace falta, hasta los
cimientos. Nuestros socios (nuestros vecinos medianeros, que sufrirán graves
daños en su vivienda si la nuestra se viene abajo), nos lo llevan diciendo
desde hace tiempo: “No pidáis más dinero al banco para iros de vacaciones y
para que comer ternera todos los días, que no podéis devolverlo, se os está
cayendo la casa, que vuestro bienestar se está construyendo a costa del
edificio donde vivís”.
Nuestros
gobernantes son como los administradores de la casa y no quieren darnos
disgustos, no vaya a ser que nos enfademos con ellos y nombremos a otros, a
esos que no son administradores pero quieren serlo y nos prometen más bienestar
por un precio inferior. Nuestros administradores no nos dicen la verdad porque
tampoco la dicen los que aspiran a serlo. Ellos (unos y otros) saben que las
grietas afectan a la estructura y que es cuestión de tiempo que el edificio se
venga abajo si no la reformamos, pero se conforman con quitarnos lo que cuesta
la merendilla para enlucir con ese dinero los muros de la casa.
Nuestros
administradores viven de eso, de ser administradores, y confunden nuestro
interés con el suyo.