martes, 21 de junio de 2022

Pueblo chico, infierno grande

 

Pocas veces el lector conoce al autor de la novela en primera persona y, menos aún, aparece como figurante en el argumento que se desarrolla ante sus ojos, de cuyo marco geográfico y sociológico es conocedor. Ese ha sido mi caso con «Pueblo chico, infierno grande» (Amazon, 2021), la novela de José Manuel Blanco que ha ganado el premio Solienses 2022, lo que ha provocado en mí una suerte de desvarío, pues si bien las novelas tienen su esencia propia, que ya cuando se publican es independiente del autor y siempre lo es del lector, no es menos cierto que se completan en la imaginación del lector, imaginación que en este caso, para mí, no era realmente libre.

Dicho de otro modo, aunque Torrecampo no aparece con su nombre verdadero, yo conocía de primera mano el caso real de búsqueda del heredero que da origen a la ficción, yo sabía qué calle era la principal del pueblo, esa que es una especie de paseo en cuyo final, cercado por un muro, se veía el edificio del colegio, yo conocía el pabellón transformado en salón nupcial donde se celebraban los banquetes, yo sabía a qué se refería cuando repetidamente hablaba de las encajeras de bolillos y, entre otros detalles no menores y especialmente, yo conocía el ayuntamiento, el mismo que aparece en la portada del libro y está el archivo que solo es accesible (luego parece que no) con la presencia de Piedrasantas, la secretaria, o sea, yo con otro nombre y transmutado en el sexo femenino.

¿Me da ventajas como lector? No lo sé, es distinto. El hecho de que conozcas la realidad del pueblo ficticio y, en especial, la profesional del ayuntamiento supone que debas asumir como licencias literarias algunas cosas que, de otro modo, te chirriarían, pero no vienen al caso exponerlas aquí porque –como ya digo– el problema no es de la novela, sino mío.

El lector común debe centrarse en el texto, que se presenta utilizando recursos de actualidad y muy asequibles, pues todas las estructuras gramaticales son sencillas, de pocas oraciones subordinadas, párrafos muy cortos y numerosos diálogos. Todo en la novela, en fin, es sumamente ágil: los personajes se construyen con unos cuantos trazos y por lo que hacen y los ambientes se describen al paso que se desarrolla la acción, que transcurre en unos cuantos días de verano y se lleva de un lugar a otro con un dinamismo propio del moderno lenguaje cinematográfico y un vocabulario de la calle que no se anda con remilgos, coloquialmente explícito, en el que abundan los localismos («rebañaorzas», «siesta del burro», «melocotóna», «puerta emparejada», «marrueco»…), que he entendido, y los anglicismos, de los que no he entendido casi ninguno.

No me ha parecido lo fundamental la trama, ni creo que esa haya sido la intención del autor. Los personajes construyen relaciones personales en esos pocos días al paso que buscan solucionar un enigma que nunca llega a ser verdaderamente misterioso y se resuelve casi como de paso cuando las relaciones personales se aclaran. Porque el enigma verdadero es el que plantea el enredo emocional. O, para decirlo en otros términos, el misterio es la maraña de emociones y sentimientos que tejen y destejen los personajes principales atendiendo a los lances de la vida, los del ahora y los del pasado.

Los sentimientos más potentes son los relacionados con el amor, pero hay otros que tienen que ver con la vecindad, la amistad y hasta con la política local, que al menos parcialmente bebe de «La vida de Brian» y la lucha fratricida entre el «Frente del Pueblo de Judea» y el «Frente Popular Judío», aquí llamados «Frente popular de Villanueva» y «Frente villaencinense popular», y nos recuerda a otras luchas de nuestros pueblos y de todos los pueblos del mundo cuando el interés personal y el partidista están por encima del interés por el bien común del vecindario.

Sin embargo, no he podido observar en la novela un encono especial en la enemistad ni creo que el título de «Pueblo chico, infierno grande» le haga justicia a la trama. El pueblo (su sociedad) de Villanueva de la Encina, que es el verdadero protagonista de la obra, es sumamente acogedor, comprensivo, tolerante, moderno y amable, y el conflicto entre sus políticos locales es lo menos que se despacha no solo en pueblos pequeños, sino en cualquier tipo de sociedad humana.

En resumen, que me he leído el libro a lo largo de un domingo sin poder levantar mucho la mirada de sus páginas.

Para los amantes de lo anecdótico, por último, diré que casi todos los protagonistas son homosexuales.