La ruta que propone Adroches para Conquista coincide en su tramo primero con la de la Dehesa de Quebradillas, que la Diputación Provincial de Córdoba ha incluido en su proyecto «Paisajes con Historia» y, después de lo visto hoy, no me resulta extraño que en Conquista se celebre cada año la Feria del Cordero. Y es que en el corto trayecto que dura la ruta he visto varios rebaños, unos a la izquierda, otros a la derecha y otros en medio del camino, que he debido atravesar conforme las ovejas y los corderos se iban abriendo, que era sin prisas, casi sin inmutarse, con esa indolencia que tanto me recuerda a la de algunas personas, a las que lo mismo da ocho que ochenta.
Hablo de las ovejas, y no de la multitud de conejos que salieron corriendo a mi paso, porque en casi todos los rebaños había varias ovejas negras. Y es en esto mismo, en esta elección mía, donde está el quid del asunto que traigo hoy: si hablo de la oveja negra es porque me llamó la atención, y si me llamó la atención es porque una oveja negra entre tantas ovejas blancas salta a la vista.
Y salta a la vista a pesar de que actúan como todas. Quiero decir que al dueño del rebaño no le resulta más dificultoso enseñarlas a mantenerse dentro del redil que a las demás, ni se recogen por la noche después, ni son menos cariñosas con sus hijos, ni son más ruidosas, desaseadas o quejicas que las demás. Son iguales que sus compañeras y, si acaso, más valiosas, pues su cuerpo produce hijos al mismo ritmo que las demás y su lana, que antes servía para el vestuario de los curas, es muy apreciada ahora por los más afamados diseñadores.
La oveja negra es diferente a la vista, solo eso. Es en lo diferente donde radica la esencia de mi juicio, eso es por lo que ha llamado mi atención, y si casi todas las ovejas fueran negras, me habrían llamado la atención las ovejas blancas.
La reflexión es obvia, pero no resulta tan obvia su aplicación. La oveja negra de cualquier familia, esa que tan mal toleran el resto, probablemente sea como cualquier otro miembro de la misma, probablemente no sea ni mejor ni peor que los demás y soporte con éxito cualquier comparación con el más virtuoso de sus miembros. Probablemente lo único que tenga de «malo» es que es distinta, que esté fuera de esas normas que nos hemos dado para responder sin juicio a los estímulos exteriores y que se llaman prejuicios.
El negro me salta a la vista. Veo lo distinto y prejuzgo, es decir, juzgo mal. Luego –tal vez sí o tal vez no–, juzgo a lo distinto con los mismos criterios que a lo demás. Luego. Mientras tanto, yo, que me creo dentro de las normas, enjuicio con presunción y me considero mejor.
Me considero mejor solo porque soy igual que la mayoría o, como define la RAE a la persona borrego, porque «me someto gregaria o dócilmente a una voluntad ajena».
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