viernes, 16 de noviembre de 2018

Presentación de "Las silabas del día", de Pérez Zarco (fragmento)


A los que nos gusta escribir nos gustan las palabras. Hay algo más allá de lo comprensible en las palabras. Si te paras a pensar un poco, resulta extraño y maravilloso que yo diga Carmen y me acuerde de mi mujer. O dicho de otra forma, es extraño y maravilloso que una palabra nos represente. Es extraño y maravillo que una simple palabra nos traiga al pensamiento una idea. Que la palabra mesa nos lleve a pensar inmediatamente en una imagen. Que la palabra amigo nos aporte un conjunto de recuerdos. Que la palabra hijo nos ensanche inmediatamente el pecho.

Ligar palabras, eso que hacemos continuamente sin darnos cuenta, es algo que nos identifica como seres humanos, que nos distingue del resto de los seres de la creación y nos iguala a los dioses.
Hay cosas que nos parecen extrañas y lo son, en efecto, pero hay cosas que nos parecen normales y son de lo más maravilloso. Nos parece extraño, por ejemplo, que los aviones vuelen, con lo pesados que son, o que el hombre haya sido capaz de llegar a la luna, y no nos parece extraño que yo os diga “anteayer estuve cogiendo setas en Cardeña” y vosotros entendáis al instante que ha llovido y yo, hace justamente dos días, fui por un terreno de monte próximo a una localidad que está a unos 50 kilómetros para coger unos vegetales que salen en otoño.
Asociar lo que vemos, lo que olemos, lo que palpamos, con unos sonidos que se coordinan con otros formando un sistema y que ese sistema sea entendido por otras personas es una creación genial. Que lo diga y que otros me entiendan y, en consecuencia, puedan sentir lo que yo y de esa forma me acompañen y nieguen mi soledad.
Que uno sea capaz de expresar lo que ve o lo que ha visto y otro lo entienda, lo entienda, es sorprendente y maravilloso, pero solo es una parte de lo maravilloso que es expresarse y que otro lo entienda. Expresar más allá de lo que se ve, expresar lo que se siente, lo que se piensa, lo que en nosotros hay de espiritual.
Expresar lo que nos llega por los sentidos, lo que procesa el pensamiento y el sedimento que queda en el alma sensible en forma de emociones y sentimientos, y que otros lo entiendan y se sientan solidarios contigo.

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Recogerlo por escrito es ir un paso más allá. La escritura, otro invento maravilloso que complementa el lenguaje y cierra el círculo. Que uno pueda expresar lo que siente y fijarlo, para sí mismo, para otros, para hoy, para mañana, para todos, para siempre.
Expresarse por escrito obliga y mucho, obliga a la precisión de las formas, porque lo escrito es sentencia y ya no puede mudarse, es sentencia en el espacio y en el tiempo.
Los que escriben lo saben bien, y muy especialmente los que escriben poemas. Ese hilo de palabras que se sueltan sentado frente a un arroyo, frente a la noche estrellada, frente a los otros, frente a sí mismo, en soledad y en silencio, para volver luego a la introspección y al mutismo, han de ser después recogidas por escrito en palabras formadas por sílabas que se someten al extremoso rigor de la belleza.
Al poeta no le salen los poemas como el lector los lee, por mucho talento que tenga. El poeta trabaja como un orfebre las emociones y las palabras.
Perez Zarco es, además de un ser dado a la contemplación y la creación inmediata, un técnico de la palabra, y es fácil imaginárselo en esa labor posterior de dar forma escrita a lo que ha sentido sobre la marcha. Una labor de orfebre o, mejor, de relojero, porque el orfebre trabaja con elementos materiales y ahí se queda. Al relojero, en cambio, uno se lo imagina intentando captar algo tan sutil e inaprensible como el tiempo con unos minúsculos engranajes que se coordinan en un sistema perfecto. Al relojero nunca le sobran piezas, ni le faltan, porque en su obra final están todas las que deben estar y solo esas.