miércoles, 26 de junio de 2013

El encuentro necesario


        En un artículo publicado en El País, Santiago Gamboa dice que ninguna editorial se atrevería hoy a publicar Rayuela, porque la gran novela de Julio Contázar fue uno de esos libros que no buscó adaptarse al gusto de la masa lectora de su época, sino todo lo contrario: oponiéndose a ese gusto, lo que pretendió fue modificarlo, enriquecerlo, hacer que fuera más complejo y exigente. Y sin duda lo logró, lo que ya es mucho. Pero justamente por ese riesgo sus posibilidades editoriales, hoy, serían casi nulas. Estoy de acuerdo. Yo mismo lo he pensado durante una breve estancia en Barcelona, antes de que los periódicos me informaran de que se cumple ahora el cincuenta aniversario de la publicación de la novela.
                 La idea me ha venido por asociación con la obra ingente de Gaudí. Barcelona es una ciudad impresionante, vigorosa y cosmopolita. Lo es por su compleja Historia (especialmente la Moderna), por la cercanía de Europa y por encontrarse a orillas del mar Mediterráneo. Lo es por las huellas que han dejado en ella los distintos movimientos sociales y culturales y por su pujanza económica. Y lo es por su belleza. Barcelona sería una ciudad extraordinaria sin la obra de Gaudí, pero además tiene a la obra de Gaudí, y eso la hace única. 
                 Barcelona tuvo la suerte de que un genio tan personal como Gaudí trabajara en ella y Gaudí tuvo la suerte de que un estilo tan personal como el suyo fuera comprendido y alentado por la burguesía dirigente de su época (especialmente por Eusebi Güell), que deseaba enfatizar su particularidad cultural a la vez que su triunfo económico y vital. Gaudí no fue comprendido al principio, por excesivo, y su obra fue postergada durante décadas, tras su trágica muerte. Por suerte para todos los amantes de lo humano y de lo bello, vivió en una época determinada y en una ciudad determinada, donde coincidió con unas personas determinadas. Fuera de ese lugar y de esa época, Gaudí probablemente hubiera sido un arquitecto más, obligado a rebajar sus pretensiones creativas a las demandas torpes del pagador de turno.
                 Julio Cortázar escribió sus dos primeras novelas en Argentina, donde fueron rechazadas por las editoriales, y sólo sería publicadas mucho después de su muerte (ocurrida en 1984). Y no es improbable que no hubiera podido publicar Rayuela de haber seguido viviendo en Buenos Aires, en lugar de exiliarse voluntariamente en Paris en 1951, tras la llegada al poder de Perón. El original de Rayuela cayó en un lugar y en unas manos que apreciaron el valor de lo que tenían ante sí y, poniendo en riesgo su patrimonio, hicieron todo lo posible para que el público pudiera disfrutarlo.
                 Los restos de Gaudí reposan en la cripta de la Sagrada Familia, donde son objeto de culto por los amantes de su arte. Los restos de Julio Cortázar reposan en el famoso cementerio de Montparnasse, donde pude comprobar personalmente el fervor que le guardan muchos de sus seguidores. El genio era suyo, de ambos, y de nadie más. Pero debería reconocerse, también, el genio de quienes supieron ver su talento, más allá de las modas y de las corrientes imperantes, y pusieron a su disposición los medios para que pudieran explotar su potencialidades a pesar de las reticencias de sus coetáneos y dieran rienda suelta a esa lucidez creativa que ahora, pasado el tiempo, estimamos como digna de elogio.