En
el equilibrio, las fuerzas que actúan a favor y en contra, en un sentido y en
otro, se suman, se complementan, se integran, se merman y se anulan unas a
otras de una manera armónica. La salud
física es equilibrio. Y lo es la salud mental, la de un ecosistema y la de una
sociedad determinada. No hay salud donde no hay equilibrio.
Como
el equilibrio es el estado perfecto, la vitalidad de un sistema depende de su
capacidad para recomponer el equilibrio perdido. Así, un cuerpo joven responderá
mejor a una fractura que un cuerpo viejo. Una mente animosa asumirá antes una
emoción adversa que una débil. Un ecosistema indemne se recuperará con más
presteza de una agresión traumática. Y una sociedad fuerte eliminará más y con
más rapidez las lacras que la envenenan.
Las
leyes del equilibrio social son axiomas sencillos que traspasan tanto las
fronteras como los tiempos. Todo el mundo sabe que la avaricia rompe el saco, que
los excesos se pagan, que las burbujas acaban estallando, que quien quiere la guerra
obtiene el dolor, que las injusticias provocan tensiones, que la intolerancia
genera intolerancia y que no hay mensaje más eficaz que el que se transmite con
el ejemplo.
En
el mundo complejo de hoy, hay quien se empeña en aplicar arduos principios con
el fin de demostrar lo imposible y negar lo evidente. Ahora, parece que se
puede gastar impunemente lo que no se tiene, por ejemplo. O que se puede sostener
indefinidamente una mentira si se cuenta con medios que la propaguen y personas
que estén dispuestas a creérsela. Son proposiciones que van contra el
equilibrio.
Y
el equilibrio es el origen y la meta en la Naturaleza y en la naturaleza. Antes
hubo equilibrio y la tendencia es al equilibrio, aunque sea de otra forma, en
otro estado, en otro ecosistema. Por eso, dando bandazos, con idas y vueltas y con
sufrimiento, el equilibrio está al final del camino, y quienes lo quebrantan
creyéndose que son más listos que nadie acaban sufriendo sus efectos. Afortunadamente.