miércoles, 12 de junio de 2013

Tres anfitriones en un día

Varios han sido los amables lectores de esta página que me han apuntado la importancia que en las breves crónicas de nuestros paseos le doy al rato del bocado. Lo han hecho con cierta sorna, aunque sin reproche, como si un estudiante ejemplar hablara con demasiada frecuencia de las bondades del recreo. Nunca les he quitado la razón, pues citar al queso y a la bota adorna bastante el discurso narrativo, lleva al lector hacia unas emociones que le son cercanas y suaviza tanto el papel de duros que algunos pudieran atribuirnos sólo porque nos levantamos temprano y nos pegamos largas caminatas como el papel de blandos que pudiera figurársele a otros sólo porque hablamos muchos de las flores. Además de esencial para el caminante, el rato del bocado es, por lo tanto, bueno como elemento narrativo, siempre que no se abuse de él.
                Hay días, sin embargo, en los que el paseo es la fuente secundaria de la narración y al cronista de los caminos se le hace cuesta arriba armar la crónica sin citar continuamente lo que ha comido y lo que ha bebido. Hay –dicho sea de otra forma– días duros al margen del sendero, en los que uno debe someter al estómago a ciertas pruebas para las que ha perdido el arregosto, días tan difíciles de llevar como aquellos en los que sube montes contra la natural voluntad de las piernas, que demandan a base de dolores lo que pedirían a gritos si tuvieran garganta. El pasado domingo fue uno de ellos, pues en un rato debimos exponernos al rigor de más placeres culinarios de los que probablemente estemos preparados para soportar, y eso que nos condujimos con extremada prudencia.

                Ninguno de los que formamos esta suerte de cuadrilla dominguera es de mucho comer, dicho sea de paso. El que más desayuna soy yo, y yo me conformo con unas cuantas galletas maría y una taza de café soluble. El domingo pasado, sin embargo, ninguno probó nada, porque íbamos advertidos de que el desayuno corría de cuenta de quien nos invitaba al paseo, un amigo que ha visto cumplido su deseo de tener una casa en el campo, el lugar donde, además de descansar, piensa dar rienda suelta a sus pretensiones artísticas y a su tardía vocación de horticultor, que como tuvimos ocasión de comprobar está cuajando ya en numerosos callos en las manos, a la espera de la cosecha que apuntan los muchos tallos y los abundantes tomates que, todavía pequeños, adornan la hermosa huerta de que se ha provisto, que ha tenido a bien equipar con un sistema automático de riego por goteo.
                Desayunamos rosquillos fritos y magdalenas, además de café y zumo de naranja, en la susodicha casa de campo, a la que llegamos a la hora acordada, esto es, sobre las ocho y media de la mañana. No hacía calor, sino más bien lo contrario, a pesar de lo avanzado de la primavera, por lo que no teníamos prisa para salir pronto al camino ni sentimos la necesidad de apresurarnos, máxime porque hacerlo suponía violentar un punto la hospitalidad de quienes tan amablemente nos recibían. Quiero decir que nos demoramos con agrado gozando del desayuno y de su compañía, y que salimos tarde, si por tarde se entiende después de lo previsto.
Para ubicar al paciente lector de estas páginas, diré que estábamos en el término de Villanueva del Duque, y que al Sur teníamos la cuerda de montañas de la que forman parte el cerro de las Antenas, el Viñón y Peña Ladrones, y no puedo decir más porque anduvimos por algunos caminos privados y por otros que no he podido localizar en los mapas. El terreno por donde pasamos es muy llano y alternaba los pastos con los cereales, preferentemente con la cebada y con un revuelto de avena, cebada y trigo que ya está seco y, por tanto, que cubre el campo de amarillo. Cuando el tema salió en la conversación, hubo quien echó de menos el esplendor de lo verde, por lo que evoca de fecundidad y de abundancia, y quien llamó la atención sobre la belleza de los paisajes dorados, especialmente para los naturales de territorios donde la lluvia convierte al verde en el único color del campo. Convinimos, en todo caso, en que cada época tiene su atractivo, y que tan hermoso es contemplar lo que nos rodea como sentir cómo palpita y cambia al ritmo de las estaciones.
El recorrido nos llevó del término de Villanueva del Duque al de Hinojosa del Duque y nos hizo cruzar la carretera de Peñarroya (A-430), donde se volvió parte de nuestro grupo. Los que continuamos el camino nos dirigimos con buen paso hacia el Sur con la idea de completar la ruta proyectada, que era de ida y vuelta. Menos nuestro anfitrión y guía, los demás desconocíamos el terreno, si bien estábamos al tanto de nuestro destino, que era otro caserío de aquellos parajes al que se puede acceder por diversos caminos. Por uno de ellos entramos en la finca. Anduvimos primero entre enormes pacas de heno con forma de rulo y caminamos luego por la orilla de un pantano de dimensiones notables, que en algunos tramos tenía bosquecillos de cañizo.
Después de unos diez kilómetros, cuando estábamos pasando sobre el dique que contiene el natural fluir de las aguas, vimos detrás de nosotros al dueño de los terrenos, que había salido a buscarnos. No sabría decir ahora si era tarde o no, sólo puedo expresar que no sentimos sobre nosotros la obligación de apremiarnos. Con agrado, pues, lo saludamos, y lo seguimos en la visita del caserío y las instalaciones, que por ser muchas y muy grandes nos ocupó mucho tiempo, y aceptamos la invitación que nos hizo a un tentempié que, sin embargo, hicimos sentados junto a una barra en la que suele recibir a sus amigos, donde disfrutamos de productos naturales realizados en la misma finca, de unos tragos de un vino excelente del que se han debido descorchar bastantes botellas, a tenor de lo que expresaban unos botes gigantescos donde se guardan tapones de corcho, y, sobre todo, de una amigable conversación.
Es una obviedad que el tiempo pasa más ligero en el placer que en la mediocridad, por más que intenten igualarlo los relojes, por lo que no abundaré sobre ello. El amable lector se habrá visto en situaciones similares y entenderá sin más explicaciones que, cuando acordamos, se nos había hecho tarde, particularmente porque teníamos comprometido el almuerzo con otro amigo, que, casualmente, era tocayo del que con tanta generosidad nos estaba tratando. Como no nos daba tiempo de volver, nuestro segundo anfitrión se ofreció a llevarnos al punto de partida, lo que aceptamos de inmediato.

Como ha quedado apuntado, tuvimos un tercer anfitrión poco después, pero lo que ocurrió en su casa es totalmente ajeno a una crónica de senderos. En realidad, sólo siendo muy comprensivo puede entenderse como senderismo lo que hicimos aquella mañana, aunque a falta de otro mejor yo acabe incluyéndolo en ese apartado de esta página.