Varios han
sido los amables lectores de esta página que me han apuntado la importancia que
en las breves crónicas de nuestros paseos le doy al rato del bocado. Lo han
hecho con cierta sorna, aunque sin reproche, como si un estudiante ejemplar
hablara con demasiada frecuencia de las bondades del recreo. Nunca les he
quitado la razón, pues citar al queso y a la bota adorna bastante el discurso
narrativo, lleva al lector hacia unas emociones que le son cercanas y suaviza tanto
el papel de duros que algunos pudieran atribuirnos sólo porque nos levantamos
temprano y nos pegamos largas caminatas como el papel de blandos que pudiera
figurársele a otros sólo porque hablamos muchos de las flores. Además de
esencial para el caminante, el rato del bocado es, por lo tanto, bueno como
elemento narrativo, siempre que no se abuse de él.
Hay
días, sin embargo, en los que el paseo es la fuente secundaria de la narración
y al cronista de los caminos se le hace cuesta arriba armar la crónica sin
citar continuamente lo que ha comido y lo que ha bebido. Hay –dicho sea de otra
forma– días duros al margen del sendero, en los que uno debe someter al
estómago a ciertas pruebas para las que ha perdido el arregosto, días tan
difíciles de llevar como aquellos en los que sube montes contra la natural
voluntad de las piernas, que demandan a base de dolores lo que pedirían a
gritos si tuvieran garganta. El pasado domingo fue uno de ellos, pues en un
rato debimos exponernos al rigor de más placeres culinarios de los que
probablemente estemos preparados para soportar, y eso que nos condujimos con
extremada prudencia.
Ninguno
de los que formamos esta suerte de cuadrilla dominguera es de mucho comer,
dicho sea de paso. El que más desayuna soy yo, y yo me conformo con unas
cuantas galletas maría y una taza de café soluble. El domingo pasado, sin
embargo, ninguno probó nada, porque íbamos advertidos de que el desayuno corría
de cuenta de quien nos invitaba al paseo, un amigo que ha visto cumplido su
deseo de tener una casa en el campo, el lugar donde, además de descansar,
piensa dar rienda suelta a sus pretensiones artísticas y a su tardía vocación
de horticultor, que como tuvimos ocasión de comprobar está cuajando ya en
numerosos callos en las manos, a la espera de la cosecha que apuntan los muchos
tallos y los abundantes tomates que, todavía pequeños, adornan la hermosa
huerta de que se ha provisto, que ha tenido a bien equipar con un sistema automático
de riego por goteo.
Desayunamos
rosquillos fritos y magdalenas, además de café y zumo de naranja, en la
susodicha casa de campo, a la que llegamos a la hora acordada, esto es, sobre
las ocho y media de la mañana. No hacía calor, sino más bien lo contrario, a
pesar de lo avanzado de la primavera, por lo que no teníamos prisa para salir
pronto al camino ni sentimos la necesidad de apresurarnos, máxime porque
hacerlo suponía violentar un punto la hospitalidad de quienes tan amablemente
nos recibían. Quiero decir que nos demoramos con agrado gozando del desayuno y
de su compañía, y que salimos tarde, si por tarde se entiende después de lo
previsto.
Para ubicar al
paciente lector de estas páginas, diré que estábamos en el término de Villanueva
del Duque, y que al Sur teníamos la cuerda de montañas de la que forman parte
el cerro de las Antenas, el Viñón y Peña Ladrones, y no puedo decir más porque
anduvimos por algunos caminos privados y por otros que no he podido localizar
en los mapas. El terreno por donde pasamos es muy llano y alternaba los pastos
con los cereales, preferentemente con la cebada y con un revuelto de avena,
cebada y trigo que ya está seco y, por tanto, que cubre el campo de amarillo.
Cuando el tema salió en la conversación, hubo quien echó de menos el esplendor
de lo verde, por lo que evoca de fecundidad y de abundancia, y quien llamó la
atención sobre la belleza de los paisajes dorados, especialmente para los
naturales de territorios donde la lluvia convierte al verde en el único color
del campo. Convinimos, en todo caso, en que cada época tiene su atractivo, y
que tan hermoso es contemplar lo que nos rodea como sentir cómo palpita y
cambia al ritmo de las estaciones.
El recorrido
nos llevó del término de Villanueva del Duque al de Hinojosa del Duque y nos
hizo cruzar la carretera de Peñarroya (A-430), donde se volvió parte de nuestro
grupo. Los que continuamos el camino nos dirigimos con buen paso hacia el Sur
con la idea de completar la ruta proyectada, que era de ida y vuelta. Menos
nuestro anfitrión y guía, los demás desconocíamos el terreno, si bien estábamos
al tanto de nuestro destino, que era otro caserío de aquellos parajes al que se
puede acceder por diversos caminos. Por uno de ellos entramos en la finca. Anduvimos
primero entre enormes pacas de heno con forma de rulo y caminamos luego por la
orilla de un pantano de dimensiones notables, que en algunos tramos tenía
bosquecillos de cañizo.
Después de
unos diez kilómetros, cuando estábamos pasando sobre el dique que contiene el
natural fluir de las aguas, vimos detrás de nosotros al dueño de los terrenos,
que había salido a buscarnos. No sabría decir ahora si era tarde o no, sólo
puedo expresar que no sentimos sobre nosotros la obligación de apremiarnos. Con
agrado, pues, lo saludamos, y lo seguimos en la visita del caserío y las
instalaciones, que por ser muchas y muy grandes nos ocupó mucho tiempo, y
aceptamos la invitación que nos hizo a un tentempié que, sin embargo, hicimos
sentados junto a una barra en la que suele recibir a sus amigos, donde disfrutamos
de productos naturales realizados en la misma finca, de unos tragos de un vino
excelente del que se han debido descorchar bastantes botellas, a tenor de lo
que expresaban unos botes gigantescos donde se guardan tapones de corcho, y,
sobre todo, de una amigable conversación.
Es una
obviedad que el tiempo pasa más ligero en el placer que en la mediocridad, por
más que intenten igualarlo los relojes, por lo que no abundaré sobre ello. El
amable lector se habrá visto en situaciones similares y entenderá sin más
explicaciones que, cuando acordamos, se nos había hecho tarde, particularmente
porque teníamos comprometido el almuerzo con otro amigo, que, casualmente, era
tocayo del que con tanta generosidad nos estaba tratando. Como no nos daba
tiempo de volver, nuestro segundo anfitrión se ofreció a llevarnos al punto de
partida, lo que aceptamos de inmediato.
Como ha
quedado apuntado, tuvimos un tercer anfitrión poco después, pero lo que ocurrió
en su casa es totalmente ajeno a una crónica de senderos. En realidad, sólo
siendo muy comprensivo puede entenderse como senderismo lo que hicimos aquella
mañana, aunque a falta de otro mejor yo acabe incluyéndolo en ese apartado de
esta página.