“El trabajo
libera”, rezaba el cartel que había a la entrada de una de las
dependencias del campo de trabajo ubicado por los nazis en la fortaleza de
Theresienstadt, cerca de Praga, el mismo que había en Auschwitz.
El lema no solo es homologable, sino aplicable en cualquier tipo de sociedad:
el trabajo, que aparece como un castigo divino en el Génesis, es (desde
entonces) consustancial con la naturaleza humana y su principal agente dignificador.
De hecho, a realizarse mediante un trabajo digno es a lo que aspiran los seres
humanos dignos, y un trabajo digno para todos es lo que ofrecen numerosas sociedades
utópicas.
Como
sociedad utópica, la de los nazis era una distopía. La RAE define distopía como
“representación ficticia de una sociedad futura de características negativas
causantes de la alineación humana”. Por ficticia y de novela que pareciera, la
de los nazis era una sociedad real, en la que, como en las distopías, la
manipulación de la virtud se convirtió en un infierno.
Como
bien saben todos los amantes de las distopías, la manipulación de la virtud
necesita siempre de una manipulación de la información, que elimina el espíritu
crítico del ciudadano, y de una cámara de gas o algo similar, que elimina lo
que la manipulación de la información no ha conseguido. El resultado es un
comportamiento plano de la masa, ya sumisa y estúpidamente feliz, vegetal.
La
ciudad de Theresienstadt, hoy Terezin, fue transformada
en un gueto y presentada a la Cruz Roja Internacional y al mundo entero como el
modelo de asentamiento judío del régimen nazi, pero sus habitantes eran esclavos
y su fin mayoritario fue morir por agotamiento o ser deportados a Auschwitz, donde fueron asesinados. Con la aquiescencia
cómplice de los mansos, empeñados en negar la incómoda verdad del genocidio, la
manipulación de la información hizo que la sociedad internacional se tragara
las burdas mentiras de los nazis, que la sociedad alemana apoyara
mayoritariamente al régimen que los gobernaba y que todavía hoy haya quienes piensen
que no existió el holocausto.
Theresienstadt existió y
existe Terezin, y el visitante puede
ver los monumentos del horror y pasear por sus calles tranquilas. Pero luego se
va. Un visitante impresionado como yo, que se va, no puede dejar de pensar en
los dos mil habitantes que viven allí, sometidos permanentemente a la presencia
de una verdad terrible, pero tampoco puede dejar de pensar en esos otros,
negacionistas, que viven permanentemente de espaldas a la verdad, sometidos a
la aún más ominosa presencia de la mentira.