Dresde, que era conocida como la
Florencia del Elba, fue totalmente destruida durante la Segunda Guerra Mundial
y reconstruida luego por orden de las autoridades comunistas, de forma que ahora se
muestra al visitante renovada y en todo su esplendor. Nosotros tuvimos la
suerte de visitarla un magnífico sábado de primavera, con el cielo casi limpio de
nubes y una temperatura ideal para estar a la intemperie.
Los habitantes de esta zona de
Europa no están acostumbrados a días tan hermosos y en cuanto sale uno de estos
se lanzan a la calle a disfrutarlo. Por lo que pude ver, el centro histórico de
Dresde tiene a ambos lados del río Elba una variedad enorme de lugares públicos
donde pasear o sentarse a disfrutar del sol y de la compañía de los amigos o, simplemente,
del contacto con los demás seres que son como nosotros.
No quiero hacer un relato de lo que
ofrece la ciudad, que es mucho, porque hay páginas especializadas que lo
refieren con más detalle y mejor estilo de como podría hacerlo yo, sino
referirme a un hecho concreto que me llamó la atención allí y me la llama en
cualquier lugar donde se muestra. Y es el de los artistas callejeros.
Había mucha gente en la pradera que,
a manera de playa, flanquea al río Elba, había mucha gente en sus numerosas
plazas, todas peatonales, y había mucha gente andando por sus calles, y, entre
la gente que había salido a disfrutar del día, había otra gente que tocaba
instrumentos o cantaba.
No
hace mucho tiempo, alguien me hacía ver lo necesarios que son los ganaderos,
singularmente en la zona en la que vivo. Yo lo admití entonces y lo admito
ahora. Pero dije entonces y digo ahora que también son necesarios los
zapateros, y los comerciantes, y los maestros, y los albañiles, y las empleadas
de hogar, por citar solo a algunos de los que desempeñan otro tipo de oficios,
y, para lo que interesa a esta crónica, también son necesarios los artistas.
Pianista tocando delante de la estatua de Lutero, cerca de la Frauenkirche |
Siempre
he pensado que los artistas son tan precisos como los agricultores, que nos
proveen del pan, o de los ganaderos, que nos proveen de la carne. Cuando imaginé
una civilización descorazonadora en la que ubicar a los personajes de una de
mis novelas, creé a la ciudad de Sholombra, en la que la Verdad no valoraba la
imaginación y prohibía las artes, por lo que nunca había habido más creación
que la del diseño industrial. Una civilización sin pintores, sin cantantes, sin
poetas, sin artistas, en fin, sería como una enorme cadena de montaje en la que
todo el mundo va ensamblando días iguales desde el nacimiento hasta la muerte.
Schiller
compuso en Dresde el poema A la alegría
en 1785, que Beethoven conoció cuando tenía 23 años y acabó convirtiendo en su Novena
sinfonía, cuyo movimiento final ha pasado a ser el himno de Europa. “¡Abrazaos,
millones de seres!/¡Este beso para el mundo entero!/Hermanos, sobre la bóveda
estrellada”, dice la letra de Schiller, que viene al pelo para cerrar esta
crónica. Abrazaos, pues, amigos lectores, y disfrutad de cuanto pueda ofreceros
la vida.
Carmen y yo en la terraza de un restaurante. La foto es de Juan |