¿Imaginan los animales? Supongo
que sí. De hecho, juegan cuando son pequeños, y el juego es una representación
de la realidad, es imaginación.
He pensado en la imaginación de
los niños, tan abrumadora y tan natural, tan superpuesta con la realidad, y en
la imaginación de los mayores, que necesitan soñar cuando están dormidos y de
historias ficticias cuando están despiertos: de cuentos a la luz de la candela,
de leyendas, de novelas, de películas.
He pensado qué sería de un mundo
sin imaginación. He imaginado una poesía sin símiles y sin metáforas, una
arquitectura limitada al diseño funcional, una pintura que no permitía la
descomposición de los objetos, un cine restringido a lo documental, un mundo
sin fútbol, sin música y sin el pecado de pensamiento.
He imaginado que el Gobierno me prohibía escribir novelas o
incluso cosas como esta, que me prohibía leer otros libros que no fueran
ensayos, ver películas y contar cuentos a mis hijos, a quienes debía enseñar
una doctrina en la que únicamente se permitía la Verdad, y la Verdad era lo
palpable, lo que se ve y lo que se oye. Y he imaginado que mis vecinos me
denunciaban si se enteraban de que incumplía esas normas, que me juzgaba un
jurado de ciudadanos serios y sesudos y que me condenaban a la monotonía y al
silencio.
He imaginado un mundo sin belleza, en fin. Lo he imaginado
después de escuchar por enésima vez Cuarteles
de invierno, de Vetusta Morla. “Fue tan largo el duelo que al final casi lo
confundo con mi hogar”. ¿Imaginan un mundo sin canciones como esta?