"No hay entierro con trasteo",
decían nuestros compañeros de viaje colombianos para explicar los gastos de sus
viajes. O, como dijo el papa Francisco, "no hay un camión de mudanza detrás de un cortejo fúnebre". O, como se ha dicho aquí en alguna ocasión, no es
bueno plantearse el futuro como excusa, si no queremos que el día menos pensado
nos plantemos ante el espejo y al preguntarnos qué ha sido de nuestra vida no
hallemos cosas de verdadera sustancia. Lo que tenga que ser, en fin, ahora
mejor que mañana, pues no sabemos cómo será el futuro, ni si lo habrá para
nosotros.
Los antiguos egipcios se planteaban
un futuro no muy distinto del presente y hacían entierros con un montón de objetos
(con trasteo, vaya), que depositaban en sepulturas grandiosas junto al cadáver momificado,
a fin de que cuerpo y alma pudieran disfrutar en el más allá de una vida eterna
con la misma cotidianidad de esta y de la misma simpleza. Para una eternidad
del cuerpo, parece natural que este se embalsamara y que se le dotaran de las
máximas comodidades posibles, o incluso de lujos.
El caso es que esos objetos atraían
enseguida a los ladrones, de manera que muchas de aquellas tumbas fueron pronto
asaltadas, especialmente las que acumulaban más ajuar para el difunto. Y el
caso es que las que no fueron saqueadas por los ladrones lo fueron luego por
los arqueólogos, quienes, no conformes con repartir los objetos por los museos
del mundo, repartieron también las momias.
En las tumbas no quedó el cuerpo
momificado, ni quedaron los objetos, y es de presumir que tampoco quedó el
alma. En las tumbas, en fin, no quedaron más que las tumbas, que ahora se
visitan como si fueran parques o plazas de los pueblos, como un atractivo
turístico más, por personas venidas de todos los continentes que pagan por
entrar en ellas y se fotografían en su interior, personas que lo mismo admiran
a los seres que se enterraron allí, capaces de las construcciones más
inverosímiles, que los desprecian por la simpleza de creer que es posible irse
al más allá con los bártulos del más acá.
Museo Egipcio de El Cairo |
Ese ir y venir de momias, de ajuares
funerarios y de turistas que visitan museos y tumbas es una buena prueba de lo
mundano de la muerte y lo es, también, de la natural convivencia que ha
existido y existe entre los muertos y los vivos, cuya muestra más cruda la
encontramos en la Ciudad de los Muertos de El Cairo, donde mucha gente vive en
pleno cementerio, en viviendas habilitadas en los mismos panteones o junto a
ellos y hay calles con comercios, mezquitas y pequeños bares con terrazas cuyos
parroquianos ven pasar con indolencia los coches de las agencias turísticas.
Y bien pensado, ese y venir de vivos
y muertos no es muy distinto del que tenemos nosotros y nuestros muertos, ni
parece muy distinto del afán por sobrevivir que tienen nuestra alma y nuestros
huesos, sobre todo estos, a los que depositamos en un cementerio con el vano
afán de que perduren cincuenta años, y luego otros cincuenta, y así hasta que
se cumpla el plazo máximo que indica el Reglamento Municipal o se cansen de
cuidarlo nuestros herederos.
Que
somos polvo y en polvo nos hemos de convertir lo sabemos, pero no queremos
reconocerlo, como no reconocemos que en cada puñado de tierra hay parte de
nuestros antepasados y habrá parte de nosotros.
* Publicado en el semanario La Comarca.