lunes, 23 de septiembre de 2019

Asuán


En países como Egipto, presuntamente no demasiado seguros, los turistas nos atenemos a los recorridos oficiales y vamos detrás del guía, fotografiando solo lo que nos muestran y hablando con los que nos acompañan, que son como nosotros, de nuestro idioma y nuestra cultura. Los turistas, que casi siempre solemos vivir en una burbuja allá por donde vamos, no acabamos conociendo del lugar que visitamos más que su envoltorio, y en función de eso lo juzgamos, lo que si se tratara de una persona equivaldría a juzgarla no tanto por su fondo como por cómo va vestida. Los turistas, en fin, somos seres más dados a oír que a escuchar, a mirar que a observar.

En Asuán, los turistas tienen un día bastante ocupado. Se tienen que levantar a medianoche para, tras tres horas de viaje en autobús, llegar a Abu Simbel al amanecer y, de vuelta a la ciudad, deben ver otros monumentos, visitar una aldea nubia y navegar por el Nilo en alguno de los medios tradicionales que les proporciona la organización.

En Asuán, los turistas acaban el día rendidos, habiendo visto de la ciudad los modernos edificios que dan al río y la avenida donde atracan los cruceros, que no es esencialmente distinta de la de cualquier ciudad de Occidente. Carmen y yo, sin embargo, junto a otros miembros del grupo al que nos asignaron desde el principio, queríamos ver más y nos apuntamos a un paseo nocturno en calesa por la ciudad, que incluía tomarse algo en la terraza de un bar, lo que cambió la idea que me había hecho de ella.

Interior del templo de Ramsés II, en Abu Simbel

Y es que, vista de noche desde los asientos de un coche de caballos, Asuán (buena parte de Asuán, al menos) es como un inmenso museo vivo de artes y costumbres o, mejor, como un gran portal de Belén en el que se hubieran metido más figuras de la cuenta y coches, muchos coches, tanto de caballos como automóviles, sin que para ninguno de ellos exista norma alguna de tráfico.

El cochero, un señor por cuyo rostro curtido no podía averiguarse su edad, se giraba de vez en cuando y nos señalaba con la mano algunos elementos del paisaje, que citaba con una palabra en inglés. Señaló una barbería, y una zapatería en la que el zapatero dormitaba tendido de lado sobre el suelo, y algunos locales más de la infinidad de tiendas y otros establecimientos que había abiertos, todos muy pequeños y con una multitud de objetos abigarrados. Cuando pasamos por el centro de la ciudad, poco después de haber cruzado una zona terriza donde las ovejas y las cabras estaban estabuladas en pequeñas cercas de madera frente a las fachadas de las casas, se volvió un poco más y nos lo indicó con el mismo orgullo con el que saludaba a alguno de los transeúntes conocidos con los que se cruzaba: "Center", dijo.

Más tarde, tomamos un té en la terraza de un bar y, el que quiso, fumó (o "vapeó") en una de las cachimbas que nos pusieron sobre la mesa corrida, junto a la que conversamos amigablemente. Éramos colombianos, peruanos y españoles. Y creo recordar que todo el mundo habló con respeto de lo que hacíamos y de lo que habíamos visto.

Coches de caballos en Luxor