(Cuento)
(c) Juan Bosco Castilla
En
esta época de loco frenesí, incluso a mí me resulta difícil conjugar los verbos
en otro tiempo que no sea el presente y armar frases con ideas que han caído en
desuso, como nostalgia, constancia o crisis. A pesar de todo, quiero explicar
cómo nació, creció y fue superada la Empresa, con un propósito que seguramente
tiene más que ver con mi vanidad que con el final ineludiblemente querido de la
raza humana.
Ahora nadie lo recuerda, pero todo empezó en el Teatro de la
Ópera de esta ciudad, durante la actuación de la compañía titular. Cuando
terminaba el espectáculo, un grito espeluznante ahogó el sonido de la orquesta
y una figura rasgó el aire al caer del paraíso a la primera fila de butacas.
Naturalmente, se produjo un gran alboroto, la representación se dio por
terminada y el público abandonó conmocionado el recinto.
Lo que menos podía esperarse el público del día siguiente
era que a la misma altura de la obra se repitiera el acontecimiento. Uno de los
críticos que había acudido a ver la función escribió en un periódico de
renombre que el grito había sido menos desgarrador, pero el vuelo más
espectacular. “Era como si el suicida quisiera formar parte del espectáculo”,
dijo.
En aquel entonces había pasado y, junto a la memoria,
existía el olvido. La gente acabó por olvidar y a la semana el teatro estaba
lleno de nuevo. La fecha más trágica de esta historia quizá sea la del tercer
suicidio, porque a partir de aquel día cambió el público del teatro. El nuevo
público no atendía a las notas de la orquesta ni a las voces de los cantantes y
sólo guardaba silencio cuando llegaba el momento clave, que miraba absorto al
paraíso. El cuarto suicidio, pues, no cogió desprevenido a nadie. Con el grito,
el director mandó callar a la orquesta y el tenor se retiró enfadado al
camerino.
Hubo un quinto suicidio. Y un sexto. El teatro se llenaba
todos los días y el empresario prolongó la temporada con una compañía de
comedia.
Hubo un séptimo suicidio, un octavo, un noveno.
El jardín de las Delicias, de El Bosco (detalle) |
Los ciudadanos más recalcitrantes acabaron mirando con
admiración a los presuntos suicidas, señalados por el dedo experto de los
veteranos. En los circuitos de aficionados se creó una jerga que pronto fue
asumida por el lenguaje común. Palabras y expresiones como “vuelo”, “contacto”,
“salto de pecho”, “escorado a la izquierda”, “largo”, “corto” y “duda inicial” se intercalaban en cualquier tipo de conversación para hacer más gráfico el
argumento.
Un día los periodistas publicaron que el teatro había sido vendido a un precio
increíble. La nueva Empresa quiso montar un suicidio por función y para
conseguirlo concedió premios y subsidios y publicó en la prensa local anuncios
incitando al fatal acto.
Fueron muchos los que acudieron a la llamada y se lanzaron
al vacío intentado alguna acrobacia. Con el tiempo fueron tantos que el
subsidio fue reduciéndose y la gloria tornándose vulgaridad. Cuando todos,
espoleados por la publicidad, descubrieron una razón para matarse, la Empresa
pasó a cobrar los saltos.
Desde aquel mismo momento la actitud de los ciudadanos ante
el suicidio pasó a ser mayoritariamente activa, es decir, hubo más ciudadanos
dispuestos a suicidarse que a ver el suicidio. Por ello se crearon nuevas
formas para revitalizar el espectáculo y atraer espectadores: saltos desde
trampolines, saltos múltiples, repeticiones en pantallas gigantes, saltos sobre
blancos, admisión de apuestas, etc.
Pero también aquellas innovaciones dejaron de ser
atractivas, y llegó un momento en que los ciudadanos hacían enormes colas para
saltar mientras que las butacas estaban vacías. Cuando el Gobierno, acuciado
por revueltas populares, fijó un precio máximo para los saltos en lo que se
consideró el mayor logro social de la Historia, a la empresa se le ocurrió
fomentar la entrada de espectadores rifando un suicidio entre ellos. Luego la
Empresa se vio obligada a rifar dos suicidios, diez, veinte, cien, hasta que,
finalmente, la entrada dio derecho a suicidarse.
El jardín de las Delicias, de El Bosco (detalle) |
Si este escrito tiene lectores, será de épocas menos oscuras
y abyectas que la nuestra. En nuestra época no había sentimientos, sólo una
idea fija: el suicidio, y a ella dedicaban su entendimiento los sabios y los
necios.
El mayor problema que se planteó a los sabios fue el de las
enfermedades producidas por los cadáveres en descomposición: nadie los recogía,
porque al carecerse del concepto de futuro no se quería trabajar, pero tampoco
se quería morir de una enfermedad, sino por la propia mano. Muchas voces se
alzaron reclamando el suicidio de la humanidad en solo acto, en un instante
supremo compartido, arrasando la superficie de la tierra con bombas nucleares,
por ejemplo. Era una idea con la que se mostraban en desacuerdo los filósofos.
“La vida es una secuencia personal a la que se debe dar término utilizando la
libertad individual”, decían. Cuestiones como la del suicidio de los niños o la
de los miembros de tribus salvajes inclinaron la opinión pública a su favor.
Al lector le parecerá vil la solución, pero técnicamente es
correcta: tenga en cuenta que morir por sí era lo fundamental y que para ello
se necesitaban métodos asépticos. Sin eliminar la libertad individual, era
necesario desprenderla de su contenido absoluto, civilizarla, hacerla
solidaria: los sabios dijeron que el suicidio debía desformalizarse, que había
que dejarlo sin acto.
Los gobiernos hicieron caso a los sabios y cerraron los
teatros. Las guerras que destruyen las ciudades, las drogas que matan a los
jóvenes, la voracidad que acaba con la naturaleza y la locura sangrienta de los
iluminados también fueron sugerencias de los sabios. Según ellos, una expresión
civilizada y solidaria de aquel afán suicida que impedía enterrar a los muertos
y del que ahora no se tiene memoria.