Hay mucho ruido por ahí, mucho
chiste fácil, mucho archivo reenviado que enseguida hacemos nuestro y reenviamos.
Vivimos en medio de un montón de gente que se cree con opinión, que opina como
si de verdad enjuiciase lo que dice, que opina sin darse cuenta de que en
realidad están hablando otros por él.
Conversar es poco menos que
imposible porque la gente no está pendiente del otro, sino de lo que va a decir
cuando el otro se calle.
No se tiene a la conversación
como un método para experimentar lo que han experimentado los otros, sino para
enseñar, o, mejor, para convencer.
No se lee para aprender, sino
para reforzar lo que se ya se ha aprendido. No se escucha sino lo que nos
gusta. No se ve sino lo que nos reafirma en nuestras convicciones.
Como el dogma, la fe, es lo
único, las conversaciones son monólogos de dos personas que hablan en distintos
idiomas, o incluso de dos altavoces.
No hay intercambio de razones.
En ese medio ambiente, tan hostil
al verdadero enriquecimiento personal, siempre puedes contar con la reflexión. Pregúntate
por qué. Cuándo. Cómo. Quién. Qué consecuencias tendrá. Qué alternativas había.
Hazlo por ti mismo, ahondando en lo que no sabes (en lo que no sabes, insisto),
en lo que no tienes aprendido, y yendo más allá de lo dirías en la barra de un
bar o en una conversación con los amigos.
Algo te habrá pasado hoy. Algo habrás visto u oído. Mira
una fotografía y busca un detalle, o busca el detalle en un recuerdo. Oblígate,
reflexiona. Si no sabes de lo que escribir, ya tienes de lo que escribir.
Reflexiona y, luego, duda de lo que has aprendido.