Con el tiempo vamos acumulando
cosas que nos ha costado conseguir, que queremos conservar para cuando la vejez
merme nuestras capacidades y que deseamos transmitir a nuestros hijos, ya que
no podemos llevárnoslas al otro mundo con nosotros. Estudiamos para poder
trabajar y trabajamos, primero, para sobrevivir y, luego, para tener excedentes
de cosas.
La mayor parte de la vida se nos
pasa acaparando cosas, en un trajín monótono que nos lleva de un año a otro
casi sin darnos cuenta. Y conforme vamos cumpliendo años nos creemos más a
salvo del error, como si el mero paso del tiempo nos hiciera más prudentes y
más sabios, cuando la realidad es que solo nos hace más viejos. Más sabios nos
hace la experiencia, que no es lo mismo, y únicamente si estamos dispuestos a
aprender de ella.
Hace unas cuantas madrugadas vi a
un hombre dormido en la playa, entre una nube de palomas y de loros, bajo una
sombrilla y un manto de cartones. A su lado, había tumbada una bicicleta. No
puedo decir si era un sintecho o un turista mochilero obligado por las
circunstancias a dormir a la intemperie. Lo que sí sé es que al verlo sentí curiosidad
por su vida y que me pregunté quién sería más rico de los dos, si él, con su
sombrilla y su bicicleta, o yo, con mi casa y mis cosas.