La
otra tarde, Carmen y yo fuimos a hacer fotos a los alrededores del pantano de
La Colada. Yo conozco el sitio, porque he ido por allí muchas veces, y quizá
por eso anduve tanteando varios caminos donde dejar el coche, hasta que
finalmente nos bajamos en un lugar cualquiera y nos pusimos a andar hacia la
lámina de agua. Cualquier aficionado a la fotografía sabe lo que absorbe eso
que bien puede llamarse “buscar la foto”, de lo que he hablado en alguna
entrada anterior, y buscando la foto pasamos ahora no sé cuánto tiempo hasta
que descubrimos que por el horizonte asomaba la luna llena.
La luna, envuelta en un cerco de tonos
rojizos, nos atrajo por completo. Tanto, que no le echamos cuentas a que se
estaba haciendo de noche, ni nos percatamos cuando la noche se cerró por
completo.
Mi madre, a eso que sentimos nosotros por la luna lo habría
llamando “enjoto”, una palabra que no viene en el diccionario. El enjoto es un anhelo
sin sentido, la voluntad tozuda cuando uno ya no es dueño de ella, el empeño
por un fin que en realidad es una atracción irresistible. Mi madre habría dicho, por ejemplo, “es que está enjotado con los caramelos”, o “es que tiene
enjoto con fulanita”.
El enjoto es a la resolución como el encoñamiento es al
amor. El enjoto y el encoñamiento suponen pérdida de la voluntad, autoengaño y la
existencia de una pretensión falsa. Ahora bien, si el encoñamiento solo se
puede sentir por lo que su propio nombre indica, el enjoto puede sentirse por cualquier
cosa. Nosotros, por ejemplo, lo sentimos aquella noche por la luna, pero veo
que otros lo sienten por el poder, especialmente lo veo ahora, que en España se
está negociando (creo que esta palabra le viene grande a la mayoría de nuestros
políticos) la creación de un Gobierno y un determinado territorio está
planteando la independencia.
Aunque el fin debería ser el interés común, y en función de
eso buscar lo que nos une, hay quien tiene enjoto con la independencia, aunque
sea para ir a peor, y hay quien tiene enjoto con llegar al poder, aunque no
sepa muy bien cómo va a poder gobernar luego.
Aquel día, a Carmen y a mí se nos hizo bien tarde, y el
caso es que, cuando tomamos el camino de vuelta, no nos acordábamos dónde
habíamos dejado el coche. Anduvimos mucho tiempo a la luz de la misma luna por
la que habíamos sentido enjoto y, cuando estábamos a punto de pedir ayuda, nos
adentramos por la Cañada Real de la Mesta, aunque suponíamos que no había sido
allí donde nos habíamos bajado. Afortunadamente, dudar de uno mismo suele ser
un buen método para salir de los peores atolladeros y a unos cientos de metros nos
topamos con el bulto oscuro del vehículo, ni más cerca ni más lejos que donde lo habíamos dejado.
Nos reímos de lo que nos había sucedido, claro. Por eso lo
cuento. De hecho, si alguien hubiera ido a rescatarnos, todo esto habría quedado en el
más absoluto de los secretos.