Hace algunos años, con ocasión de un viaje que
hicimos por los Pirineos, acompañamos a
mi padre a ver el lugar conocido como Mascarell, cerca de La Pobla de Segur,
donde cumplió parte de su servicio militar. Habían pasado cincuenta años y,
para entonces, de las construcciones e instalaciones del campamento situado en
las faldas de la sierra apenas quedaban unos pocos barracones que vimos desde
lejos y entre los pinos, por lo que debimos echar mano de la imaginación para
entender con él las anécdotas que nos contaba emocionado, cuyo decorado se
había transformado radicalmente.
Ahora,
el azar me ha llevado a descubrir la maleta que mi padre se llevó al servicio
militar. Es de madera y vacía pesa un montón de kilos. Me dice que llevó en
ella una lata de aceite, chorizos, morcillas y otros productos del estilo, y
que pesaba tanto que estuvo a punto de abandonar parte de su contenido en el
trayecto que lo llevó de la estación del ferrocarril de Lérida al cuartel de
esa ciudad, donde estuvo los primeros días de su mili, de lo que lo disuadieron
algunos compañeros de Pozoblanco que, alarmados, se aprestaron enseguida a
ayudarlo, y que luego dieron pronto y total provecho de lo que guardaba.
Al ver la maleta y al oír a mi padre, me he
parado a pensar en el buen uso que se le daba a la escasez de entonces y en lo
mal que gestionamos la abundancia de hoy, especialmente la abundancia de los
servicios que proporcionan las instituciones públicas. Muy poca gente repara,
por ejemplo, en el beneficio enorme que supone tener gratis la sanidad
universal, en lo que le cuesta a la sociedad mantenerla y en lo diversa y buena
que es. Ocurre más bien al contrario. No parece sino que la Administración
Sanitaria, cuya obligación no puede ir más allá de atendernos, tuviera la
obligación de curarnos de todo y casi en el acto (como si fuera Dios), y nos
enfadamos si los empleados públicos de la sanidad nos reciben con unos cuantos
minutos de retraso o no nos quitan los dolores, por extenuados que estén
nuestros huesos.
Tampoco
nos paramos a pensar en el beneficio gigantesco que supone contar con una
educación gratuita hasta la universidad y bastante barata (o subvencionada con
becas) a partir de entonces. No se paran a pensar en ella, especialmente,
algunos de los jóvenes destinatarios de esa educación, que desaprovechan los
recursos que con tanto sacrificio social se les ofrecen, con lo que tiran por
la borda el mejor medio de que dispone el individuo para sus sustento vital y
su desarrollo personal.
Que
nuestros mayores tengan pensiones, el milagro de que el agua potable caiga por
el grifo sin agotarse, que haya bibliotecas y teatros públicos, y piscinas, y
polideportivos, y conservatorios de música, que a todos los pueblos se pueda ir
por carreteras asfaltadas y hasta que la entrada de las casetas de feria sea
libre son ventajas iguales para todos los individuos que nos parecían
imposibles solo hace unos cuantos años. Y a pesar de ello, no las valoramos lo
suficiente, como si hubieran caído del cielo y fueran a estar ahí para siempre,
cuando la realidad es que se pagan con nuestro dinero y que lo mismo que han
llegado se pueden ir.
Es cierto que quienes nos gobiernan
tienden a ofrecernos mucho y a exigirnos poco (especialmente cuando hay unas
elecciones de por medio), como lo demuestra la diferente extensión entre los
derechos y las obligaciones de los usuarios que aparecen en los carteles de los
consultorios médicos, y es cierto que con ello hacen una pedagogía nefasta,
pero no lo es menos que de nosotros depende en última instancia el ser
conscientes de los recursos públicos que tenemos y de su coste. Conviene que lo
recordemos para que sepamos valorarlos en lo que valen, los aprovechemos y no
abusemos de ellos.
* Publicado en el semanario La Comarca