sábado, 13 de junio de 2015

La maleta*

              Hace algunos años, con ocasión de un viaje que hicimos por los Pirineos,  acompañamos a mi padre a ver el lugar conocido como Mascarell, cerca de La Pobla de Segur, donde cumplió parte de su servicio militar. Habían pasado cincuenta años y, para entonces, de las construcciones e instalaciones del campamento situado en las faldas de la sierra apenas quedaban unos pocos barracones que vimos desde lejos y entre los pinos, por lo que debimos echar mano de la imaginación para entender con él las anécdotas que nos contaba emocionado, cuyo decorado se había transformado radicalmente.

            Ahora, el azar me ha llevado a descubrir la maleta que mi padre se llevó al servicio militar. Es de madera y vacía pesa un montón de kilos. Me dice que llevó en ella una lata de aceite, chorizos, morcillas y otros productos del estilo, y que pesaba tanto que estuvo a punto de abandonar parte de su contenido en el trayecto que lo llevó de la estación del ferrocarril de Lérida al cuartel de esa ciudad, donde estuvo los primeros días de su mili, de lo que lo disuadieron algunos compañeros de Pozoblanco que, alarmados, se aprestaron enseguida a ayudarlo, y que luego dieron pronto y total provecho de lo que guardaba.

              Al ver la maleta y al oír a mi padre, me he parado a pensar en el buen uso que se le daba a la escasez de entonces y en lo mal que gestionamos la abundancia de hoy, especialmente la abundancia de los servicios que proporcionan las instituciones públicas. Muy poca gente repara, por ejemplo, en el beneficio enorme que supone tener gratis la sanidad universal, en lo que le cuesta a la sociedad mantenerla y en lo diversa y buena que es. Ocurre más bien al contrario. No parece sino que la Administración Sanitaria, cuya obligación no puede ir más allá de atendernos, tuviera la obligación de curarnos de todo y casi en el acto (como si fuera Dios), y nos enfadamos si los empleados públicos de la sanidad nos reciben con unos cuantos minutos de retraso o no nos quitan los dolores, por extenuados que estén nuestros huesos.

            Tampoco nos paramos a pensar en el beneficio gigantesco que supone contar con una educación gratuita hasta la universidad y bastante barata (o subvencionada con becas) a partir de entonces. No se paran a pensar en ella, especialmente, algunos de los jóvenes destinatarios de esa educación, que desaprovechan los recursos que con tanto sacrificio social se les ofrecen, con lo que tiran por la borda el mejor medio de que dispone el individuo para sus sustento vital y su desarrollo personal.


            Que nuestros mayores tengan pensiones, el milagro de que el agua potable caiga por el grifo sin agotarse, que haya bibliotecas y teatros públicos, y piscinas, y polideportivos, y conservatorios de música, que a todos los pueblos se pueda ir por carreteras asfaltadas y hasta que la entrada de las casetas de feria sea libre son ventajas iguales para todos los individuos que nos parecían imposibles solo hace unos cuantos años. Y a pesar de ello, no las valoramos lo suficiente, como si hubieran caído del cielo y fueran a estar ahí para siempre, cuando la realidad es que se pagan con nuestro dinero y que lo mismo que han llegado se pueden ir.

Es cierto que quienes nos gobiernan tienden a ofrecernos mucho y a exigirnos poco (especialmente cuando hay unas elecciones de por medio), como lo demuestra la diferente extensión entre los derechos y las obligaciones de los usuarios que aparecen en los carteles de los consultorios médicos, y es cierto que con ello hacen una pedagogía nefasta, pero no lo es menos que de nosotros depende en última instancia el ser conscientes de los recursos públicos que tenemos y de su coste. Conviene que lo recordemos para que sepamos valorarlos en lo que valen, los aprovechemos y no abusemos de ellos. 

* Publicado en el semanario La Comarca