Para ganar unas elecciones no
hace falta ser un buen gestor, sino ser un buen vendedor. Y un buen vendedor de
sí mismo, además. Como lo de la gestión viene después de las elecciones, los
buenos gestores que no saben venderse no llegan a gestionar nunca. En cambio,
los malos gestores que saben venderse ganan las elecciones y gestionan la cosa
pública, para desgracia de los ciudadanos.
Cuando
los ciudadanos son listos, no se fían de la sonrisa de las fotos del candidato,
ni de lo bien que hable, ni de las promesas que les haga. Es más, cuando los
ciudadanos son listos, sospechan de aquellos que quieren venderle la moto por
mucho menos de lo que vale, porque saben que nadie da duros a peseta. Cuando los
ciudadanos son listos, sospechan tanto de los currículos dudosos o inflados
como de los que quieren que les pongan la medalla de la humildad.
Yo
siempre he sospechado de los vendedores que necesitan hablar mal de los
productos de la competencia, porque parece que no valoran lo suyo más que por la
comparación que hacen con lo peor de los otros. Y siempre he sospechado de los
regalos que dan los bancos para que te abras una cuenta, porque los bancos no
son tontos y por algún lado les tiene que ir la ganancia.
Una
vez le oí a un amigo decir que, cuando iba a comprar un producto, siempre se
planteaba los precios a partir del segundo más barato, porque desechaba por
sistema el más barato de todos. A mí me pareció bien la costumbre y, salvo
excepciones, la práctico desde entonces. Lo más barato, a fin de cuentas, solo
es lo que menos cuesta. Y lo que menos cuesta suele ser lo que menos vale. Como
el que mejor conoce al producto es el vendedor, si le pone un precio demasiado
bajo o es porque no lo valora lo suficiente o es porque se lo quiere quitar de
encima de cualquier manera, y será por algo.
En
los programas electorales hay un mogollón de promesas. Y todas son gratis. Como
lo gratis es lo que menos cuesta, es lo que menos vale. Vale tan poco, que en
realidad no vale nada. Por eso solo veo los programas electorales para ver a
quien no debo votar. Si me ofrecen el oro y el moro, pienso que me están
tomando el pelo y les niego mi voto. Especialmente si los que me lo ofrecen ya
lo podían haber hecho antes, porque tuvieron la oportunidad.
No
he visto en ningún programa prometer que se subirán los impuestos, salvo los
que prometen que se los subirán a los ricos, lo que es tanto como decir que se
los subirán a otros, siempre a otros. Y no he visto a ningún político hacer lo
que se dice que hacen los buenos comerciantes de Pozoblanco, que te mandan a un
comercio de la competencia si ellos no tienen el producto que les pides, con
tal de que el dinero se quede en el pueblo. Más bien parece lo contrario: con
tal de que no gane el otro comerciante, son capaces de dejar que el cliente se
quede con la necesidad o acabe yéndose a otro pueblo.
Lo
que le interesa al ciudadano, en fin, no es un buen vendedor de humo, sino un
buen gestor de la cosa pública. Algunos ya sabemos cómo gestionan cuando están
en los ayuntamientos y sabemos cómo son. De otros no tenemos más referencias
que lo que han hecho en la sociedad y las palabras con que se presentan. No
parece mucho, pero algunos indicios dan. Por ejemplo, entre los que prometen
más subvenciones y los que exigen más sacrificios, yo me quedaría con los
segundos, que se parecen más a lo que demandaría de sus hijos un honrado padre
de familia. Luego, cada uno que haga lo que quiera, que así es esto de la
democracia. Pero que conste que el pueblo también se equivoca, y que luego
tenemos que apechugar todos con las consecuencias.
* Publicado en el semanario La Comarca