Estuve
jugando el tenis de mesa con un amigo durante unos pocos años. Jugábamos un par
de días a la semana, los dos solos, a razón de una hora diaria. Y lo hacíamos
con todo el ahínco de que éramos capaces, por el puro acicate del juego y porque
a ninguno de los dos nos gustaba perder.
Hace unos cuantos días se lo recordé,
y le recordé que algunas veces, cuando yo iba por delante en el marcador,
paraba el juego y me reía para disfrutar de ese momento, porque sabía que mi
amigo jugaba mucho mejor que yo y al final me acabaría ganando.
“Es como la vida”, le dije el otro
día de una forma, tal vez, grandilocuente. “Es mejor reírse mientras las cosas
nos vayan bien, porque al final de todo siempre nos irá mal.
No sé por qué me he acordado de eso
ahora que he visto la fotografía de las vacas que hice el domingo pasado en el
paraje El Torno, de Villanueva de Córdoba, mientras Rafael y yo hacíamos una ruta que la asociación Guadamatilla tiene colgada en el wikiloc. Las vacas de
leche son unos seres concebidos artificialmente para dar ese líquido esencial en
un recinto escaso y fabricar, sin el placer del sexo, hijos de los que no
disfrutarán. Casi siempre pienso en eso cuando las veo. Pero estas no eran
vacas de leche, sino de carne. Es más, aún eran novillas.
Eran novillas y, tras moverse juntas
por una extensa cerca en la que abundaba la hierba, se habían parado frente a
nosotros, no para pedirnos alimento, como hacen algunas que nos confunden con su
dueño, sino para observarnos (que es mucho más que mirarnos), como si
estuvieran pensando y al pensar se interrogaran acerca de algo que nos
afectaba, tal vez con un punto de superioridad.
¿Ignoraban el encanto del momento? Esas
novillas que nos observaban serán pronto carne de ternera. En realidad, son ya
un montón de filetes bien repartido, que aún palpita y siente.