La sierra no es lo mismo. La
sierra es dura y áspera, su clima es más extremo y su tierra menos fértil. Pero
por eso mismo es más querida. La sierra es como el hijo difícil, que te da
problemas y necesita más atenciones y al que, a pesar de ello, le agradeces más
los pequeños detalles que tiene contigo (como en la parábola del Hijo Pródigo).
Como la sierra es difícil, las personas necesitan de un añadido extra de
valores para trabajarla, y necesitan en muchas ocasiones de la ayuda de los
otros, de los vecinos y de los familiares, quienes acaban siendo solidarios por
convicción y porque saben que en el mundo en el que se encuentran todos se
necesitan a todos, y el apoyo que prestan hoy podrán necesitarlo ellos mañana.
Como
la sierra es difícil, necesita de muchas manos para trabajarla, manos que se
concentran en épocas concretas, especialmente en el momento de la recogida de su
fruto más emblemático, la aceituna. Muchas manos concentradas en una labor ardua
tienen detrás muchos corazones que sienten mucho, todos ellos expuestos al
contacto con los otros, y en el contacto, especialmente cuando las
circunstancias son rigurosas, nacen continuamente las emociones más diversas,
que acaban cuajando en sentimientos y, por ende, en maneras de ser, tanto de
las personas como de los grupos de personas, es decir, de los pueblos.
En
tiempos, cuando las personas se iban a la sierra de temporada y todas las
labores se hacían en ella sin más ayuda que las bestias, la manera de ser de
las gentes produjo una subcultura propia, que se ha llamado “La cultura del
olivar”, de la que hoy conservamos pequeños restos en forma de canciones,
algunas de las cuales se recogieron en "Madre, quiero ser de una faneguería". Esa
subcultura se ha perdido, pero la sierra sigue siendo áspera, y las personas
que la trabajan siguen necesitando más valores que las que trabajan otros territorios
más amables.
En
la sierra, la mayoría de las tierras son trabajadas ahora por sus propietarios,
que tienen unos cuantos olivos con los que conviven, al menos afectivamente
hablando. Esos propietarios que trabajan su propiedad y conviven afectivamente
con ella son distintos de los propietarios que viven lejos y van a sus tierras a
pasar un buen fin de semana con sus amigos de la capital. Los propietarios
pequeños que trabajan su tierra y la aman porque en ella están el sudor de sus
abuelos, su propio sudor y su proyecto vital son, paradójicamente, más
generosos y son más benévolos con los caminantes que los grandes propietarios,
que tienen una relación afectiva mucho menor con ella. Nosotros lo tenemos
comprobado.
Ahora
la sierra está en plena temporada de recogida de la aceituna y, si siempre es
un espectáculo para los sentidos caminar por ella, durante los meses de
invierno es también un espectáculo para el alma, dada la cantidad de emociones que
surgen ante el noble trabajo de la gente. El pasado domingo, sin ir más lejos, nos
equivocamos de sendero yendo de la carretera del Cerro de las Obejuelas a la de
La Canaleja por las Umbrías del Castaño y tomamos caminos particulares. La
sierra está ahora alambrada y los viejos caminos de herradura son difíciles de
seguir o se han perdido. Los propietarios trabajadores de las fincas por las
que pasamos, sin embargo, se ofrecieron enseguida a ayudarnos, indicándonos
dónde estaban las alambradas abiertas y cuál era el más favorable de los
caminos. Y ni nos conocían ni nos conocieron.
Reconozco que tengo idealizada a
la sierra y a sus gentes, tal vez porque de chico he mamado los sentimientos
que nos transmitía a su familia mi abuelo Miguel. Pero es que cada vez que voy
a ella no tengo sino motivos para alimentar esa idealización. El domingo pasado,
de nuevo, hubo otro más, y ahora no puedo sino reafirmarme en mi deseo de vivir en la sierra cuando muera.