Para
entendernos (pues no es así exactamente), libertad y seguridad son unos valores
de suma cero, de manera que a más libertad menos seguridad y viceversa. Para
entendernos, también (pues no es este el momento de ahondar en ese discurso), la
situación de máxima libertad es también la situación de máxima inseguridad, en
la que rige la ley del más fuerte. Por eso, para los débiles, que son la inmensa
mayoría, siempre es mejor cualquier ley que ninguna, si la ley se cumple,
aunque venga de un tirano, pues al menos así el súbdito sabrá a qué atenerse.
En
la democracia, el dilema libertad-seguridad se difumina, pero no se pierde. La
seguridad sirve en ella para garantizar el ejercicio de la libertad, pero
también la limita. Los individuos, que en origen son iguales por su condición
de ciudadanos, han cedido parte de su libertad al Estado para que éste los
proteja y les asegure el ejercicio de las libertades fundamentales, que son
iguales para todos. Las leyes que se aprueban para cumplir esa especie de
convenio fundacional son en la democracia realizadas por todos los ciudadanos a
través de sus representantes, por lo que por definición se supone que esas
leyes son justas.
Pero
volviendo al principio, para que se produzca el beneficio de la Ley (con
mayúsculas) es necesario que se cumpla, ya sea por el tirado o por el poder
legítimo que se constituye en las democracias. Si las leyes no se cumplen, se
vuelve al estado de naturaleza, en el que rige la ley del más fuerte.
Viene
a cuento esto porque el domingo pasado estuve con unos amigos en la venta de la
Inés y oí de nuevo el amargo discurso de su dueño, Felipe Ferreiro. Como no
puedo asegurar cuánto hay de cierto y cuánto de imaginario (si es que hay algo)
en el citado discurso, no me referiré a él y me limitaré a glosar lo que he
visto con mis propios ojos a lo largo de los muchos años que llevo caminando
por estas tierras. Y lo que he visto es que la ley que protege a lo público se
incumple, especialmente por los poderosos. Que se incumple con la aquiescencia
de la autoridad. E incluso que en ocasiones se incumple con el amparo de la
autoridad.
Para cortar un
camino público o un cauce público basta con poner una malla. El que se
encuentra con un camino público o un cauce público cortado ha cedido al Estado
el ejercicio de las medidas de fuerza y no puede actuar de igual forma pero en
sentido contrario. Lo mismo que no puede robar el que ha sido robado ni matar el que
ha sufrido el asesinato de su hijo. Eso está bien. Siempre que el Estado actúe.
Especialmente cuando el Estado es democrático.
Si el Estado
(a través de sus diversas entidades) no actúa para hacer cumplir las leyes, el individuo
ha cedido parte de su libertad y a cambio no obtiene ningún beneficio, pues los
poderosos pueden hacer lo que les dé la gana. Y eso, que siempre es negativo,
es especialmente aberrante cuando quienes tienen la obligación de hacer
respetar las leyes son los representantes de los ciudadanos, que a veces más
parecen simples comisionados de los más fuertes.