Primera
hora de la mañana de uno de los últimos días del otoño, en las inmediaciones de
la estación de Belalcázar. El cielo está despejado y ocupa, aproximadamente,
los dos tercios superiores del cuadro. La imagen está dominada por la copa redondeada
de un árbol y un vagón de tren extenuado. El árbol solo tiene unas cuantas
hojas secas. El resto, están en el suelo y forman una mancha rojiza junto a las
manchas verdes de la hierba y las amarillas del pasto, de los cardos secos y de
los árboles que se ven en la lejanía. El vagón es de mercancías y se halla
deshecho casi por completo. A la izquierda, hay un terraplén por el que
discurre el ferrocarril. Más allá del terraplén, apunta el verde oscuro del bosque
sobre un monte coronado de peñascales. En los montes de la derecha, más distantes
y más altos, los primeros rayos del sol pintan el bosque de amarillo.
Y
no hay más. Todo lo que se ve parece decadente (los árboles extenuados, los cardos secos, el
vagón maltrecho …) y, sin embargo, resulta llamativo. Lo sería con el árbol,
los montes y todo lo demás excepto el vagón, pero el vagón (hacia el que
finalmente se va la mirada) añade un color distinto, acrecienta la profundidad de
la escena al verse tanto desde el frente como desde ambos laterales (uno de los
cuales, el de la derecha, está dividido en secciones por listones verticales,
mientras en el de la izquierda pueden observarse la puerta y la ventana
abiertas, y a través de ellas el campo) y agrega, sobre todo, el componente
humano, porque al haber sido realizado por el hombre y usado por él nos evoca
hechos o sentimientos que nos afectan y nos mete a nosotros mismos en el
paisaje.
El domingo pasado, Rafael y yo llegamos
temprano a la abandonada estación de Belalcázar, dejamos el coche bien
esquinado en el lateral del camino de acceso, pasamos por encima del nuevo ferrocarril, construido recientemente a más altura del anterior y a unos
cuantos metros, miramos por el agujero que hay en la pared tapiada del edificio
de la estación y anduvimos durante un rato por el descampado próximo, y todo
porque yo había visto desde lejos que el sol enrojecía los troncos secos de
unos eucaliptos, que habían crecido junto al río Zújar y emergían ahora de una
de las colas del pantano, difuminada por el velo sutil de una niebla que no se
levantaba más de unos centímetros de la lámina de agua. Allí había una foto y
la hice. Al volver hacia la vieja carretera fue cuando nos encontramos con esa
otra imagen del árbol y el vagón, que a Rafael le recordó a otros vagones que
había visto en el campo de concentración de Auschwitz.
Cuando uno
anda por ahí, puede ver espectáculos como ese y emocionarse con su
contemplación a poca sensibilidad que tenga. Hay lugares, además, donde es relativamente
fácil sentir la armonía que rige el medio ambiente cuando la mano del hombre
hace un uso responsable de él, y en el concepto de uso responsable incluyo la
construcción de un pantano tan desmesurado como el de La Serena. Es el caso del
camino que lleva de la mencionada estación de Belacázar a Peñalsordo, que está aparentemente
lejos de todas partes y parece estar más lejos aún si uno atiende a la feroz
belleza del paisaje por el que discurre.
El camino es
en realidad una carretera que tiene al principio, justo delante del enorme puente
que salva al Zújar (convertido ahora en una cola del enorme lago artificial que
se ha creado), un cartel indicador de que está cortada para el tráfico de
vehículos. Allí mismo, sobre el puente, hay una vista espectacular hacia el
Oeste, especialmente a esas horas de la mañana, en las que las sombras son más
oscuras y los claros tiene colores oxidados. Desde el puente se ven los
eucaliptos a los que me he referido antes, el depósito de agua que vigila el
entorno y, recortado sobre las últimas montañas, el castillo de Madroñiz.
El puente une
las comunidades de Andalucía, que se queda atrás, y Extremadura, por las que el
viajero caminará en adelante. Durante los primeros cinco kilómetros, el camino
corre pegado a la orilla del pantano, que se queda a su derecha, hacia el Este,
por lo que se hace con el placer de estar contemplando continuamente un paisaje
espectacular.
Ida y vuelta, algo más de 26 kms |
Pasado ese
tramo, el camino pierde la vista de las aguas, pero las recobra pronto de una
forma aún más ostentosa, pues los montes son más ariscos y están punteados del rojo
de algunos caseríos y de los ocres de los árboles que aún están perdiendo sus
hojas. Abajo y a la derecha la orilla del lago es más amable y se deja pisar
por cualquiera si se sigue el camino que toma mucho más adelante y se recorre
algo de un kilómetro, como había hecho un pescador que operaba tranquilamente con
su caña. También a un kilómetro de ese cruce, poco más o menos, se encuentra
uno con la vieja carretera que conectaba con Guadalmez, que se halla cortada,
pues la unión de esta villa castellano-manchega con Peñalsordo no se realiza
ahora por el Sur, sino por el Norte, a través de la población de Capilla.
Por allí ya no
se divisa el pantano, un gozo que debe de ser permanente para los usuarios de
las casas de campo que se observan enseguida hacia el Noreste, en la falda de la
sierra del Palenque, cuyas crestas las protegen de los fríos vientos del Norte.
Cerca del cruce y a la vera del camino hay un cartel indicador de la riqueza
faunística de las sierras de Moraleja y Piedra Santa, que es zona de especial
protección de las aves y está incluida en la Red Natura 2000.
A partir de
ese punto está autorizado el paso de vehículos y el camino se vuelve más
transitado, si bien nunca resulta cansado ni peligroso. Estamos en las
inmediaciones de Peñalsordo y eso se nota. Hay viejos pilones para
abastecimiento del ganado, hay más chalets, hay huertos con naranjos, hay un
par de granjas de cabras que deslucen el paisaje y hay algunas cercas con
olivos, en una de las cuales descansaban junto a las mallas de recogida unos
aceituneros extranjeros que nos informaron amablemente de la ruta que nos
quedaba, aunque lo hicieron con error, pues nos dieron una distancia demasiado
corta para la que de verdad nos restaba hasta el pueblo.
A sus
proximidades llegamos, no más. Era demasiado tarde y aún teníamos que hacer el
camino de vuelta.