No
son muchos los que se asoman a estas páginas, pero son más de los amigos que
tengo, e incluso más de las personas que podrían acercarse a ellas por
compromiso hacia mí o por curiosidad. El suministrador del blog pone a
disposición de quienes tenemos uno aquí ciertas estadísticas comunes, entre las
cuales está la que hace referencia a los países de origen de quienes nos siguen.
Por eso sé que entra gente de muy lejos, gente sobre la que a veces me hago
preguntas tales cómo qué le llamará la atención de lo que escribo o de lo que
fotografío y si, después de haber visto alguna de estas entradas, volverán a
esta página o no.
Yo
siento mucho respeto por quienes leen lo que escribo, sean de aquí o de allí,
de esta o de aquella manera de pensar. Siento tanto respeto por ellos que casi
siempre me da vértigo apretar el último botón, que es el de “publicar”. No quiero
escribir sobre cualquier materia ni de cualquier modo. Quiero que lo que se
pone a disposición de quien tan amablemente se digna leer lo que escribo sea
lógico y esté puesto de la forma más eficiente y agradable posible. Otra cosa
es que lo consiga.
Tal
vez sea pecar de petulancia, pero pienso que algunos de los que siguen esta
página esperan de ella que yo escriba sobre algo más que de las flores y de los
pájaros. Mi opinión no se hace pública con el ánimo de convencer a nadie
(muchas veces ni siquiera yo estoy muy seguro de ella), sino para que sea una
más de las muchas que andan por ahí, por si puede servirle a alguien para
formarse su propia opinión.
Precisamente
porque mi opinión puede servirle a alguien es por lo que a veces me siento
obligado a emitirla. Entonces, digo lo que pienso, aunque de la forma menos
dolorosa posible. Digo lo que pienso porque, de no hacerlo, no me encontraría
bien, como tampoco me encontraría bien si lo hiciera provocando un dolor
innecesario. Y digo lo que pienso después de pensarlo (y no es un pleonasmo
inútil).
Decir
con educación y respeto lo que se piensa, después de pensarlo, me parece un
ejercicio necesario para uno y para la comunidad en la que se vive,
especialmente en momentos como el actual, en el que hay mucha gente diciendo a
voz en grito, de la manera más grosera y sin pensar lo que piensa, que, por
cierto, siempre es lo mismo, por lo que ya se sabe lo que van a decir cuando se
enfrentan a un problema cualquiera mucho antes de que lo digan.
Como
es un ejercicio para la comunidad, el pensamiento libre, libremente expresado,
debe incentivarse. El pensamiento libre no está comprometido con un partido, ni
con un movimiento, ni con una teoría, ni con una idea o un grupo de ideas, ni
siquiera con unos valores. El pensamiento libre sólo está comprometido con la
libertad de pensamiento (y tampoco aquí el pleonasmo es inútil). Por eso mismo
es crítico por definición. E imprevisible.
El
pensamiento libre libremente expresado es tan necesario como el ejercicio del
poder. Sin él, no hay crítica. Puede haber bulla, griterío, pataleo y coros a
favor y en contra, puede haber aduladores y criticones, pero no crítica. Y la
crítica es consustancial con la democracia. Por eso no se puede intentar
silenciar a quien ejerce responsablemente la crítica con el argumento de que
hay que actuar más y criticar menos. Hay que actuar mejor y hay que criticar mejor.
Y para actuar mejor es imprescindible la
crítica, empezando por la propia, la autocrítica. Lo mismo que para criticar
mejor hay que pensar sin juicios previos, expresarse con el máximo respeto hacia
las personas e ir al fondo del asunto.
Al que pone el
dedo en la llaga, al que apunta dónde está el error, al que dice cuál es a su
juicio el camino erróneo y cuál el atinado no se le puede decir “ahí está el
tajo, ponte tú, a ver si lo haces mejor”, porque hay muchas clases de tajos y
muchas formas de dar la cara. Porque hay que dar la cara no soy partidario de los
anónimos. Entre criticar en los bares o embozado tras el seudónimo y hacerlo
públicamente, con el nombre y la fotografía, asumiendo las consecuencias del
error y que te puedan retirar el saludo hay una diferencia sustancial. Como tampoco
soy partidario de las polémicas, creo que también hay una diferencia sustancial
entre criticar por sistema y hacerlo con responsabilidad.
Entre las
conversaciones que tuvimos el otro día, una que salió a colación fue esta. Y
esta fue mi opinión, poco más o menos. Íbamos por el camino de la Marmota, que parte
de la carretera del Cerro de las Obejuelas y acaba, ocho kilómetros más
adelante y después de un recorrido espectacular, en el río Gato, que hasta poco
antes de allí se llama Guadalcázar. La mañana estuvo nubosa, pero no llovió. Aunque
la temperatura era buena, la vuelta se nos hizo un poco pesada. No en vano,
entre el río y la carretera hay un desnivel de 350 metros y algunas cuestas
dignas de una crónica específica. Será en otra oportunidad, que en esta se me
ha ido la mano opinando sobre la opinión.