domingo, 1 de septiembre de 2013

Central Park (un espectáculo ciudadano)

         Sólo cuando se les consideró como ciudadanos, los individuos tuvieron derecho a ser felices. Hasta entonces, los seres humanos sólo tenían derecho a subsistir. La Constitución de Cádiz (1812), que fue modelo de otras muchas de todo el mundo, lo expresó claramente en su artículo 13: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.

Para ser felices, los seres humanos necesitan un hogar. Lo ideal es que el hogar sea una casa cómoda y amplia, con zonas donde descansar, donde trabajar y donde expansionarse. Los reyes, que no han necesitado de constituciones para exigir el derecho a ser felices, siempre han tenido palacios grandes, con muchas habitaciones, muchas salas y muy extensas y al menos un jardín donde crecieran los árboles y se viera correr el agua. Los nobles tenían palacios enormes, como los tuvieron los obispos antiguos, como luego los disfrutaron los burgueses más señalados. Todos los ciudadanos no pueden tener palacios enormes por razones obvias de economía y de ecología, pero pueden tener viviendas dignas y lugares comunes donde expansionarse.

Cuando alguien muy cercano a mí me dice que para ser feliz sólo necesita que todo esté en orden y un patio, yo le contesto que yo sólo necesito una habitación con un ordenador y una puerta a la calle. Esa calle, como es natural, debe tener vecinos que se muevan con libertad y no debe estar lejos del campo o, al menos, de un parque donde sentarme a ver pasar a la gente. Ambas manifestaciones, extremosas las dos, no difieren en demasía.

En una de las paredes del MOMA (museo de arte moderno de Nueva York) se proyecta un corto en el que Le Corbusier viene a explicar esa idea que ya es básica en el urbanismo moderno: todos los ciudadanos tienen derecho a que su casa tenga unas dimensiones mínimas, a que esté dotada de todos los servicios y de luz y a que esté ubicada junto a centros educativos, comerciales, de transporte y de esparcimiento.

El esparcimiento es esencial para los seres humanos. Y si no se puede tener dentro de la casa, hay que tenerlo fuera. Es más, el esparcimiento mejor (el natural en unos seres tan sociales como nosotros) es el que se tiene fuera, en contacto con los otros, con esos otros que son tan ciudadanos como nosotros y, por tanto, son iguales a nosotros, sean negros o blancos, cristianos o musulmanes, albañiles o ejecutivos, alumnos o catedráticos, príncipes o vagabundos.

Al visitar Nueva York he tenido la impresión de que los habitantes de Manhattan son un poco como yo –noveleramente– digo que lo sería, felices con una habitación y una puerta abierta a una calle donde hay gente libre y un parque próximo. Los parques de Nueva York están llenos de vida siempre, a cualquier hora. Quienes desean visitar la ciudad harían bien en hacer una ruta por los parques, en muchos de los cuales hay wifi y veladores y sillas libres, para contemplar el lado más amable de la megalópolis, que tal vez sea uno de sus lados más verdaderos. Y harían bien en dedicar al menos un día a visitar Central Park, preferiblemente un domingo.

Porque el alma de Nueva York, a los ojos de un simple turista como yo, no está en Wall Street, ni las tiendas de la Quinta Avenida, ni en el barullo de Times Square, ni en los espectáculos de Broadway, ni en el trajín de barcos y de coches que se observa desde cualquiera de sus muchos puentes, ni en la línea de rascacielos que se ven desde el mar o desde las azoteas de sus edificios más emblemáticos, sino en Central Park. Y sería imperdonable que el turista se fuera de la ciudad con la idea de que los neoyorquinos viven en una habitación con una puerta abierta a un conjunto urbano con mucha historia contemporánea, muchos rascacielos y mucho movimiento y ya está. Porque los neoyorquinos viven en una habitación con un ordenador y una puerta abierta a una calle que da, inexorablemente, a Central Park, y Central Park es como un patio de vecindad en el que juegan los niños, ríen los jóvenes, se charla con los amigos, se canta y se baila.


Un domingo por la tarde en Central Park es, verdaderamente, un espectáculo ciudadano. Lo es tanto por lo que de creativo hay en muchos de los ciudadanos anónimos que allí se expresan libremente como en el hecho de que libremente lo hagan. Los es por el respeto que se le tiene a la Naturaleza, por la cantidad de gente que va y viene como quiere sin que tal libertad moleste a nadie, por los miles de jóvenes y mayores que corren por sus caminos, por los testimonios de las leyendas de sus bancos patrocinados y por lo que disfrutan los turistas venidos de todo el mundo, turistas como nosotros que no se sienten extraños, sino miembros de una comunidad, la humana, que allí se muestra sin barreras y sin cortapisas, una comunidad que haría bien en extender la filosofía de Central Park a cada uno de los rincones de la Tierra. 
Leyenda de uno de los bancos patrocinados de Central Park