Sólo
cuando se les consideró como ciudadanos, los individuos tuvieron derecho a ser
felices. Hasta entonces, los seres humanos sólo tenían derecho a subsistir. La
Constitución de Cádiz (1812), que fue modelo de otras muchas de todo el mundo,
lo expresó claramente en su artículo 13: “El objeto del Gobierno es la
felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro
que el bienestar de los individuos que la componen”.
Para ser
felices, los seres humanos necesitan un hogar. Lo ideal es que el hogar sea una
casa cómoda y amplia, con zonas donde descansar, donde trabajar y donde
expansionarse. Los reyes, que no han necesitado de constituciones para exigir
el derecho a ser felices, siempre han tenido palacios grandes, con muchas
habitaciones, muchas salas y muy extensas y al menos un jardín donde crecieran los
árboles y se viera correr el agua. Los nobles tenían palacios enormes, como los
tuvieron los obispos antiguos, como luego los disfrutaron los burgueses más señalados.
Todos los ciudadanos no pueden tener palacios enormes por razones obvias de economía
y de ecología, pero pueden tener viviendas dignas y lugares comunes donde
expansionarse.
Cuando alguien
muy cercano a mí me dice que para ser feliz sólo necesita que todo esté en
orden y un patio, yo le contesto que yo sólo necesito una habitación con un
ordenador y una puerta a la calle. Esa calle, como es natural, debe tener vecinos
que se muevan con libertad y no debe estar lejos del campo o, al menos, de un
parque donde sentarme a ver pasar a la gente. Ambas manifestaciones, extremosas
las dos, no difieren en demasía.
En una de las
paredes del MOMA (museo de arte moderno de Nueva York) se proyecta un corto en
el que Le Corbusier viene a explicar esa idea que ya es básica en el
urbanismo moderno: todos los ciudadanos tienen derecho a que su casa tenga unas
dimensiones mínimas, a que esté dotada de todos los servicios y de luz y a que esté
ubicada junto a centros educativos, comerciales, de transporte y de
esparcimiento.
El
esparcimiento es esencial para los seres humanos. Y si no se puede tener dentro
de la casa, hay que tenerlo fuera. Es más, el esparcimiento mejor (el natural
en unos seres tan sociales como nosotros) es el que se tiene fuera, en contacto
con los otros, con esos otros que son tan ciudadanos como nosotros y, por tanto,
son iguales a nosotros, sean negros o blancos, cristianos o musulmanes,
albañiles o ejecutivos, alumnos o catedráticos, príncipes o vagabundos.
Al visitar Nueva
York he tenido la impresión de que los habitantes de Manhattan son un poco como
yo –noveleramente– digo que lo sería, felices con una habitación y una puerta abierta
a una calle donde hay gente libre y un parque próximo. Los parques de Nueva
York están llenos de vida siempre, a cualquier hora. Quienes desean visitar la
ciudad harían bien en hacer una ruta por los parques, en muchos de los cuales
hay wifi y veladores y sillas libres, para contemplar el lado más amable de la
megalópolis, que tal vez sea uno de sus lados más verdaderos. Y harían bien en
dedicar al menos un día a visitar Central Park, preferiblemente un domingo.
Porque el alma
de Nueva York, a los ojos de un simple turista como yo, no está en Wall Street,
ni las tiendas de la Quinta Avenida, ni en el barullo de Times Square, ni en
los espectáculos de Broadway, ni en el trajín de barcos y de coches que se
observa desde cualquiera de sus muchos puentes, ni en la línea de rascacielos que
se ven desde el mar o desde las azoteas de sus edificios más emblemáticos, sino
en Central Park. Y sería imperdonable que el turista se fuera de la ciudad con
la idea de que los neoyorquinos viven en una habitación con una puerta abierta
a un conjunto urbano con mucha historia contemporánea, muchos rascacielos y
mucho movimiento y ya está. Porque los neoyorquinos viven en una habitación con
un ordenador y una puerta abierta a una calle que da, inexorablemente, a
Central Park, y Central Park es como un patio de vecindad en el que juegan los
niños, ríen los jóvenes, se charla con los amigos, se canta y se baila.
Un domingo por
la tarde en Central Park es, verdaderamente, un espectáculo ciudadano. Lo es tanto
por lo que de creativo hay en muchos de los ciudadanos anónimos que allí se
expresan libremente como en el hecho de que libremente lo hagan. Los es por el
respeto que se le tiene a la Naturaleza, por la cantidad de gente que va y
viene como quiere sin que tal libertad moleste a nadie, por los miles de
jóvenes y mayores que corren por sus caminos, por los testimonios de las
leyendas de sus bancos patrocinados y por lo que disfrutan los turistas venidos
de todo el mundo, turistas como nosotros que no se sienten extraños, sino
miembros de una comunidad, la humana, que allí se muestra sin barreras y sin
cortapisas, una comunidad que haría bien en extender la filosofía de Central
Park a cada uno de los rincones de la Tierra.
Leyenda de uno de los bancos patrocinados de Central Park |