miércoles, 11 de septiembre de 2013

Por las ermitas de Santa Eufemia



                En el verano de Los Pedroches, el sol pega de plano en cuanto se levanta un poco del horizonte y a mediodía parece capaz de derretir las tejas. Andar más allá de las diez de la mañana es una temeridad, a no ser que se vaya por las sombras, y un poco más tarde ni las sombras pueden guarecer al caminante del hierro líquido que empantana el aire. Durante las horas medias del día, los habitantes de Los Pedroches se guarecen en sus casas, a esperar que escampe y a reparar con una buena siesta las vigilias de la noche, que está llena de ferias, de picadillo de tomate y de charlas.


            El que le tiene afición a los caminos no deja su quehacer en verano, pero lo adapta a la principal obligación del cuerpo, que es la supervivencia. Anda de noche, especialmente cuando la luna está llena, o de madrugada, procura evitar los caminos con arbustos y busca inevitablemente las sombras de las encinas. Como los caminos de sierra se vuelven imposibles, de tan calurosos, la única opción es la dehesa.
            Hemos andado en verano, por supuesto, pero siguiendo esos principios esenciales, por lo que hemos repetido las sendas, lo que es tanto como decir que hemos repetido la experiencia. Contar experiencias repetidas no es propio de esta página, en la que tengo dicho y redicho que lo peor que puede hacer un mortal es tirar el limitado tiempo de que dispone consumiéndolo aburrido (o aburriendo). El que escribe estas páginas prefiere dedicar el tiempo veraniego a alargar las siestas, a comer salmorejo y tomar cervezas frías antes que a ponerse delante del ordenador para narrar viajes sin historia.
            Pero ha pasado lo peor del verano y hemos vuelto a las andadas, dicho sea en todos los sentidos. El domingo pasado, de hecho, hicimos una ruta que puede resultar interesante para los amables lectores de esta página, especialmente si son amigos de echarse al campo, aunque advierto que tiene algunos tramos un poco complicados y que la parte última discurre por una carretera, mínimamente transitada, pero carretera al fin y al cabo.
            Dejamos el coche en la intersección del camino que los planos llaman de El Viso al Molino del Horcajo con la A-2300 (El Guijo-Santa Eufemia), debajo de una encina que hay a unas decenas de metros del asfalto. Estaba muy reciente el amanecer y las montañas de la sierra de Alcudia, que yacían medio dormidas frente a nosotros, eran aún manchas cárdenas en el plano herrumbroso del firmamento. Al principio caminamos hacia el Noreste, prácticamente de cara al sol, que por estos días se levanta del suelo un poco más allá de las sierras de Fuencaliente. La temperatura era excepcionalmente buena, casi fresca, magnífica para el hacer que llevábamos y para la conversación.
Ermita de la Virgen de las Cruces (del pueblo de Santa Eufemia)
             Un poco antes de los dos kilómetros, el camino se cruza con otro que viene de Este a Oeste. El caminante debe tomar el de la derecha (hacia el Este) y caminar por él alrededor de un kilómetro si quiere visitar la ermita de la Virgen de las Cruces (la de Santa Eufemia), que no sé por qué aparece en los planos del Instituto Geográfico Nacional como ermita de la Virgen de Atocha. Sobre la Virgen de las Cruces (de El Guijo y de Santa Eufemia) ya he escrito en esta página, así que a su enlace me remito. La ermita es una pequeña construcción con un porche desproporcionadamente grande que no le quita encanto, sino más bien al contrario, y está levantada junto a las ruinas de una construcción anterior y cerca del arroyo Valdefuentes.
            Frente a la ermita, y afeando el bonito paisaje (como sucede con casi todas las ermitas de Los Pedroches), hay una nave para festejar a cubierto lo que toda la vida se ha festejado al raso. En la pared frontera de la nave hay pegadas con cinta adhesiva varias redacciones de escolares que hablan de las vicisitudes por las que pasó el culto a la Virgen de las Cruces hasta que se construyó la ermita.
            El caminante debe dirigirse después hacia el lugar donde el río Santa María se une al río Guadalmez. Aunque hay algunas veredas que hacen más corto el trayecto, lo más cómodo es volver sobre los pasos y tomar de nuevo el camino del Molino del Horcajo, andar por él hacia el Norte hasta el río Santa María y seguir luego por la ribera de este o, bien, tomar un poco antes de llegar al Santa María alguna de las sendas que salen hacia el Oeste y llevan directamente al Guadalmez, que por este tiempo sólo tiene charcas. A la vera de este río, por su margen izquierdo, discurre una vereda estrecha que a veces sólo es un paso de ciervos y jabalíes, cuya presencia en forma de excrementos o de rascaderas descubre el caminante de poco en poco.
Desde donde se juntan los ríos hasta la ermita de Santa Eufemia hay poco más de dos kilómetros, más de la mitad de los cuales se andan en paralelo al imponente caz del molino del Donadío, que por algunos tramos va enmarcado por dos líneas de olivos. Poco antes del molino hay una noria con restos de algunos cangilones y la plataforma donde giraba el burro comida por las ramas de los árboles que la circundan, en especial de una higuera. Cerca del molino y de sus casas adyacentes, que son varias (el molino debió de ser muy importante), descansa la plataforma de un carro, entre cuyos hierros crecen varias matas de hinojo.
Ermita de Santa Eufemia
      La ermita de Santa Eufemia, que es más grande que la anterior, está al lado del molino y al lado, obvio es decirlo, de una nave que sirve para realizar los festejos a cubierto y que, obvio es decirlo también, afea bastante el paisaje. Los festejos a los que me refiero son los de la “Santa”, la patrona de Santa Eufemia, y se llevan a cabo el domingo de Resurrección. Según se desprende de la abundancia de hierba seca de los ruedos y por el hecho de que el pórtico está cerrado con una malla de alambre, el paraje no se utiliza fuera del día de la fiesta, lo cual es una lástima, pues es verdaderamente idílico.
        En la ermita de la Santa empieza el camino de vuelta, que es bastante más monótono que el de ida. De lo que queda, lo único resaltable de contar es que en la primera cuestecilla y a la derecha vimos lo que bien podría catalogarse como un bosque de cardos secos de distintas especies, dada la espesura y la superficie que cubrían. Hasta el coche quedaban algunos kilómetros, pero el camino era cómodo y, aunque el sol había empezado a apretar, no lo hacía con la tenacidad de los días pasados, de modo que en poco más de una hora recorrimos el tramo que nos quedaba hasta el coche, que, como creo haber dicho, habíamos dejado prudentemente a la sombra.