Hubo un tiempo, hace ya muchos
años, en el que yo trabajaba en Torrecampo y en El Guijo y tenía que recorrer a
diario los algo más de diez kilómetros que median entre esos dos pueblos
vecinos. Yo era, entonces, un ejemplo más de la notable relación que ha habido
entre ellos, de la que también lo era el hecho de que durante muchos años
compartieran, junto con Santa Eufemia, el culto a la Virgen de las Cruces y que
hace unos cuantos años los ayuntamientos de ambos pueblos se vieran obligados,
junto con el de Pedroche, a pagar el autobús que sus vecinos debían tomar para
llegar al pueblo cabecera de comarca, Pozoblanco, pues la línea se había
quedado sin autobús privado.
Torrecampo y El Guijo están al
norte de Los Pedroches, en el límite de Andalucía. Más allá de la frontera, a
unos cuantos kilómetros de ambos, está la aldea de San Benito y, más allá de
San Benito, está ese despoblado enorme que forman las sierras de la Umbría de
la Alcudia y el valle de Alcudia, ya en Castilla La Mancha.
Mi amigo Leo me había propuesto
realizar la ruta entre ambos pueblos que había trazado él sobre el mapa, por
caminos públicos y una vía pecuaria, sobre la que las noticias de Wikiloc se
limitaban –según me dijo– a la que hace tiempo insertaron unos cicloturistas. Dicha ruta,
por cierto, discurre por el término de Torrecampo casi hasta el mismo pueblo de
El Guijo, pues Torrecampo alcanza a su vecino por el este y por el sur y lo
rodea en buena parte de su perímetro. De hecho, hay tramos en los que el límite
del término de Torrecampo es la misma pared de la Residencia Municipal de
Mayores de El Guijo, antes cuartel de la Guardia Civil, los depósitos de agua
de El Guijo están en el término municipal de Torrecampo y, hace unos cuantos
años, el ayuntamiento de El Guijo tuvo que pedir autorización al de Torrecampo
para construir el pequeño parque que hay junto a la primera casa del casco
urbano, según se entra por la carretera de Pozoblanco.
El grupo de cinco personas que
íbamos a realizar la ruta nos reunimos a primera hora de la mañana en el bar Los
Mellizos (que los lectores de mis novelas conocerán, porque lo saco en alguna
de ellas), donde tomamos un café y hablamos de esas cosas importantes que
enseguida quedan en el olvido. Fue un rato corto. El camino nos esperaba y no
interesa al buen caminante dejar que el tiempo pase sin hacer camino.
El caso es que salimos de
Torrecampo muy temprano el último domingo de septiembre, con la temperatura
ideal y el sol mandándonos luz blandamente, por el camino que deja el cementerio
a la derecha y, enseguida, haciendo una S, giramos a la derecha y a la
izquierda para tomar el camino que los mapas del Instituto Geográfico Nacional (IGN)
llaman del Callejón del Molinero. Por ahí, se puede andar como por el pueblo,
con zapatillas de tenis y pantalón corto, porque el camino está bien y aparece
expedito, aunque haya que abrir (y dejar cerradas) algunas portillas. El
inconveniente viene luego, cuando se ha pasado el paraje Tierra Abajo y, en el
de Cascarrales, hay que adentrarse por el cordel de la Mesta.
El cordel (así llamado en nuestros pueblos y por el IGN) es la Cañada Real Soriana Oriental y formaba parte de las vías pecuarias de la Mesta. Ahora mismo, asombra su anchura (90 varas castellanas, es decir, 72,22 metros), que por estas latitudes se ha mantenido. Pero asombra más imaginar lo que debió suponer en el pasado, cuando los rebaños subían y bajaban por el territorio de la España peninsular guiados por sus pastores, que llevaban con ellos sus inquietudes, sus costumbres y (como puso de manifiesto mi añorado Luis Lepe en sus libros) también su folclore.
Si la trashumancia ha muerto, las
vías pecuarias debían estar aún vivas, pues ahora hay caminantes como nosotros
y turistas rurales que demandan ese tipo de caminos para ocupar sus jornadas en
nuestros pueblos. Pero el caso es que el cordel está tomado en su totalidad por
el bosque bajo mediterráneo y resulta muy difícil caminar por las sendas que
han abierto los animales salvajes, que son las únicas posibles, especialmente en
una época como la elegida por nosotros, últimos días del verano, cuando los
arbustos son más rígidos y la hierba está seca y pincha.
En invierno, en cambio,
especialmente si las lluvias han sido generosas, el problema puede ser atravesar
el arroyo Santa María, ahora totalmente seco (hacerlo sin mojarse, quiero decir,
pues el agua no llegará a la cintura en ningún caso). Y es que no hay puente
alguno, ni pasaderas, ni nada, como suele ocurrir casi siempre que el caminante
se topa en Los Pedroches con un arroyo. Tampoco pueden llamarse pasaderas a las
pequeñas piedras que, de haber habido agua, nos habrían ayudado a atravesar,
más adelante, el arroyo de la Matanza.
Para cuando se ha salvado este último cauce, ya hay un camino sobre la cañada Real, que es cómodo y bueno. Siguiéndolo,
es fácil llegar hasta el casco urbano de El Guijo y, como este es pequeño, calle
Virgen de las Cruces adelante no se tarda mucho en alcanzar el bar del hogar del
pensionista, que está frente a la iglesia del pueblo y pared con pared con el
ayuntamiento.
El bar tiene una terraza en la plaza
de la Constitución. Allí, alrededor de una mesa, al amparo de un toldo y con la
compañía de unos amigos de mis amigos, tomamos un par de cervezas y hablamos
durante un buen rato de un montón de cosas importantes que ahora no recuerdo.