Es primera hora de la mañana y ya hace calor cuando salgo de Belalcázar para cubrir la ruta que Adroches propone para ese término municipal. La luz, excesiva, se come los colores como hace en las fotografías, de modo que me tengo que poner unas gafas oscuras para disfrutar el paisaje con todos sus matices, que son muchos e intensos, como corresponde al tiempo en que estamos, la primavera. En algún punto, me vuelvo y veo la parte más alta de la torre del homenaje del castillo de los Sotomayor y Zúñiga sobresaliendo sobre un campo de cereal, como si emergiera del mar.
Como si emergiera del mar, pienso. Creo que ya he escrito algo parecido en alguna parte. A estas alturas de la afición por escribir que tengo, uno ya no sabe si es original o se repite, ni dónde escribió esto o lo otro, como no sabe si lo que escribe se quedará en mero soliloquio o tendrá alguien que lo lea.
Me disperso, tengo muchas aficiones y tendencia a divagar. Procuro ejercerlas todas a la vez de una forma ordenada y clara (ando, observo y pienso mientras ando y escribo sobre lo que observo y pienso), pero me falta tiempo y, además, cada día me da más pereza dar explicaciones sobre lo que pienso, o, por decirlo de otra forma, cada día escribo más para un único lector, que soy yo mismo. Cada día me abro más hacia dentro y menos hacia fuera, en fin.
Es primavera y me acuerdo de aquellas primeras redacciones sobre la primera a que nos obligaban en la escuela. «La primavera es muy bonita». «En la primavera hay muchas flores». «He ido al campo esta primavera», escribíamos, con ese estilo simple que ahora nos parecería cursi o, como mucho, naíf. Unir en un mismo recuerdo la primavera y la infancia me provoca algo de nostalgia, solo algo, que yo nunca asocio a lo que perdí, sino al tiempo que desperdicié.
El tiempo desperdiciado también me hace pensar. Mi tiempo desperdiciado y el tiempo desperdiciado del mundo: el que los hombres dedicamos en el presente a lograr una hipotética felicidad en el futuro, o a acumular lo que nunca gastaremos, o a convencernos unos a otros, incluso a la fuerza, de cosas que no tienen explicación, o a buscar argumentos para justificar nuestros errores, los mismos que jamás justificaríamos en los otros.
Es una idea cursi, del tipo redacción infantil de primavera, pero, mientras paseo, pienso en una gran estupidez medioambiental, el ecosistema en el que nos desarrollamos como personas, en el que nacemos, crecemos y morimos, o en lo arraigada que está la estupidez en la naturaleza humana.
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