De chico, solía ir
con mi abuelo Juan y mi abuela Amparo al cortijo que llamábamos de la Mina,
porque estaba a no más de cien metros de la mina el Rosalejo. Entre el cortijo
y el pozo no había cerca ni más barrera visual que tres eucaliptos pequeños,
bajo los cuales, sobre los costales de grano y al raso, dormían mis primos
muchas noches de primeros del verano, no lejos de la era donde se habían
trillado las mieses. La mina todavía estaba activa y, desde la puerta del
cortijo, veíamos a los mineros entrar silenciosos en el pozo y salir de él regrenidos,
cabizbajos y todavía más silenciosos.
Mi infancia está
asociada a esos recuerdos: el perfil del castillete de la mina, el movimiento
de los cables y las poleas que hacían subir y bajar la jaula, el rugido de los
motores que se guarecían en la nave próxima, los vagoneros que empujaban
inclinados la vagoneta desde la boca del pozo hasta el contenedor donde la volcaban
con el mineral extraído, el lavadero de mineral que había no muy lejos con el
montón de escorias que tenía al lado y el chorro enorme de agua que se extraía
del pozo a todas horas, caía sobre una alberca y, en lo que creíamos un
derroche incomprensible (además, había secado el pozo de mi familia), se iba por
un canal hacia la nada del sudeste bordeando un bosquecillo de eucaliptos, como
un hilo de oro camino de la basura. Y mi infancia está a asociada a las gentes
que trabajaban en esos lugares y en la finca próxima, donde residían los
propietarios cuando se dignaban disfrutar de sus tierras.
La mina el Rosalejo
estaba cerca de Alcaracejos y a Alcaracejos iban y venían a diario los
trabajadores de la mima, como los miembros de mi familia cuando necesitaban
algo.
Precisamente, para el camino de Alcaracejos ha propuesto Adroches un paisaje de arqueología minera, aunque la ruta se limite a bordear la mina de los Almadenes por el oeste, cuando ha cogido el camino de la Natera, y lo minero del paisaje se limite a un par de construcciones y a dos o tres hectáreas cubiertas por escorias pizarrosas.
El camino es un paseo
corto y llano en el que lo esencial de su paisaje es la vegetación mediterránea
y la cuerda de montañas romas que cierra Los Pedroches por el sur.
Mientras camino,
pienso en lo pobre del terreno de eso que por aquí llamamos serrezuela y en lo
sacrificado que ha sido siempre sacarle provecho, hago fotos a las flores de la
jaras y a los insectos que las sobrevuelan y me preguntó en qué lugar exacto se
encontraría el tesorillos de los Almadenes, compuesto por piezas ibéricas, que
ahora está en el museo Arqueológico y Etnológico de Córdoba, sobre cuya
procedencia territorial (hoy término de Alcaracejos) ha habido alguna disputa
que a mí me parece pueril, que si de Pozoblanco, que si de Alcaracejos, que si
de Añora, como si las gentes prerromanas que lo crearon hubieran sido de un
pueblo o de otro.
Camino solo y nadie
ve mi sonrisa cuando me acuerdo de aquellos mensajes institucionales que
asociaban personalidades históricas a Andalucía, seguramente para crearnos más
identidad nacional (para hacernos más aldeanos, en fin). «Séneca, andaluz, como
tú», decía uno de ellos, como si Séneca, que era romano, hubiera tenido
conciencia de lo que era Andalucía.
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