lunes, 6 de marzo de 2017

En medio de tanta gente

            El otro día, en la T1 del aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, tuve que estar un buen rato esperando a que abrieran los mostradores de la aerolínea, y un buen rato en la cola de los mostradores, y un buen rato en la cola que zigzagueaba siguiendo el caminito marcado por los postes separadores y las cintas delimitadoras hasta la zona de embarque. Y todos esos ratos, que sumandos dan para mucho tiempo, debí mantenerme de pie.

Los aeropuertos no son para viejos, indefensos o cansados. Lo pensé cuando no encontré ni un solo asiento en la inmensa sala de facturación y venta de billetes, aparte de unos cuantos en una zona reservada para personas con movilidad reducida. El único sitio donde uno podía sentarse, además del suelo, eran las cintas de pesado del equipaje, y junto a ellas ponía bien clarito que allí estaba prohibido.

Los aeropuertos no son para viejos, indefensos o cansados, pero unos son menos que otros, y el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid (al menos la T1) debe de ser de los primeros. Lo digo porque, buscando una justificación a semejante falta de sensibilidad hacia los pasajeros, especialmente hacia los más débiles y necesitados, pensé que la ausencia de asientos se justificaba en la seguridad, como tantas otras limitaciones a que nos tienen acostumbrados los que cuidan de nosotros. Pero hete aquí que, unos cuantos días después, pude sentarme en la sala de venta de billetes de la T1 del aeropuerto Malpensa de Milán, en la que no había muchos, pero sí unos cuantos asientos.

Los aeropuertos son áridos, y son complicados, laberínticos y laboriosos. Los aeropuertos son una metáfora de la sociedad moderna, que es multicultural y multiétnica. Lo son porque, como en la sociedad, para manejarse por sus dependencias es necesario tener buenas piernas, conocer perfectamente las últimas tecnologías y saber inglés. Y lo son porque, como en la sociedad moderna, uno se sabe continuamente vigilado, e incluso registrado, porque debe confiar completamente en las máquinas (que se llevan tus maletas y te transportan por los aires) y porque, en medio de tanta gente que va y viene por todas partes, uno se siente frágil, indefenso y solo.