El
otro día, en la T1 del aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, tuve que estar un
buen rato esperando a que abrieran los mostradores de la aerolínea, y un buen
rato en la cola de los mostradores, y un buen rato en la cola que zigzagueaba
siguiendo el caminito marcado por los postes separadores y las cintas
delimitadoras hasta la zona de embarque. Y todos esos ratos, que sumandos dan
para mucho tiempo, debí mantenerme de pie.
Los
aeropuertos no son para viejos, indefensos o cansados. Lo pensé cuando no
encontré ni un solo asiento en la inmensa sala de facturación y venta de
billetes, aparte de unos cuantos en una zona reservada para personas con movilidad
reducida. El único sitio donde uno podía sentarse, además del suelo, eran las cintas
de pesado del equipaje, y junto a ellas ponía bien clarito que allí estaba
prohibido.
Los
aeropuertos no son para viejos, indefensos o cansados, pero unos son menos que
otros, y el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid (al menos la T1) debe de ser de los primeros. Lo digo porque, buscando una justificación a semejante falta
de sensibilidad hacia los pasajeros, especialmente hacia los más débiles y
necesitados, pensé que la ausencia de asientos se justificaba en la seguridad,
como tantas otras limitaciones a que nos tienen acostumbrados los que cuidan de
nosotros. Pero hete aquí que, unos cuantos días después, pude sentarme en la
sala de venta de billetes de la T1 del aeropuerto Malpensa de Milán, en la que
no había muchos, pero sí unos cuantos asientos.
Los
aeropuertos son áridos, y son complicados, laberínticos y laboriosos. Los aeropuertos
son una metáfora de la sociedad moderna, que es multicultural y multiétnica. Lo
son porque, como en la sociedad, para manejarse por sus dependencias es
necesario tener buenas piernas, conocer perfectamente las últimas tecnologías y
saber inglés. Y lo son porque, como en la sociedad moderna, uno se sabe continuamente
vigilado, e incluso registrado, porque debe confiar completamente en las
máquinas (que se llevan tus maletas y te transportan por los aires) y porque,
en medio de tanta gente que va y viene por todas partes, uno se siente frágil, indefenso
y solo.