Hace mucho tiempo, un amigo y yo
estábamos asomados al balcón del piso que compartíamos en Córdoba y vimos
llegar a un conocido en su Seat 600. “¿Os venís a Granada a tomar unas copas?”,
nos dijo desde la calle. Estaba anocheciendo. Otro anochecer, pero de hace unos
cuantos días, le he contado a Carmen algunas vicisitudes de aquel viaje
mientras tomábamos unas copas en la terraza de un bar del Albaicín, con la
imponente vista de la Alhambra y Sierra Nevada encogiéndonos los pensamientos y
ensanchándonos el corazón.
La copa no nos ha costado barata,
pero hemos convenido en que valía la pena pagar lo que nos pedían por estar un
rato casi en silencio y sentados, sin obstáculos y sin apreturas, contemplando entre sorbo y sorbo uno de los espectáculos más grandiosos que existen en
nuestro planeta. Un poco más arriba, en el mirador de San Nicolás, hemos visto
a muchas personas, casi todas jóvenes, que hablaban y se movían, o incluso
bailaban y cantaban, más pendientes de ellos y de sus amigos que del entorno paisajístico
y monumental.
Entre esos jóvenes y nosotros había
una diferencia de afanes natural, más o menos la misma que existía entre
aquellos irreflexivos jóvenes que se montaron en un Seat 600 para no
ver de Granada más que unos cuantos bares y los sesudos maduros que contemplaban
en silencio el perfil de la Alhambra al anochecer. Aquel lejano día de mi recuerdo,
cuatro amigos pasamos el resto de la noche apretujados en un vehículo minúsculo
que habíamos dejado aparcado en la calle, mientras afuera caía mansamente la
escarcha sobre un mundo mayoritariamente dócil, y éramos osados, inexpertos y felices.
Ahora, los dóciles y mansos somos nosotros y es el mundo el que se mueve a una
velocidad que nos incomoda. Ahora, ya no creemos en esa felicidad primaria del
todo o nada, del hoy o nunca, del conmigo o contra mí, sino, más bien, que la
felicidad es un estado de paz y serenidad al que solo pueden aspirar los más sólidos,
más prudentes y más sabios.