Charles Chaplin, en aquella
legendaria película de su autoría, El
gran dictador, hacía todo lo posible en su papel de Hitler para situarse en
un lugar más alto que Mussolini, a fin de aparentar ser más poderoso. Estar más
arriba, sea donde sea, da una superior impresión de dominio, especialmente para
el que tiene complejo de inferioridad. No en vano, los débiles buscan las
alturas, el disimulo y la emboscada, en tanto que los fuertes ambicionan el
campo llano, la sinceridad y la lucha abierta.
Sentados en grupo en las terrazas
de la plaza Mayor de Madrid, los hinchas del PSV Eindhoven que el pasado
miércoles tiraron monedas a unas mendigas y frente a las cuales quemaron algún
billete se sentían en un nivel superior: ellos eran muchos, blancos y ricos,
mientras que ellas eran pocas, gitanas y pobres. No solo ignoraban que esa
algazara grotesca era una prueba de su raquitismo moral, sino que la
humillación de las débiles mendigas era la mayor demostración de su propia debilidad.
Unos avasallan (los débiles) y otros se postran
(los fuertes), como Jesucristo, como Gandhi, o como aquel poeta mentado por Borges
en El Hacedor, que tenía como únicos instrumentos de trabajo a la humillación y
la angustia, aunque el círculo del cielo medía su gloria y las bibliotecas de
Oriente se disputaban sus versos.