jueves, 7 de febrero de 2013

Asesores políticos y asimilados

            La Psicohistoria, en la genial saga de la Fundación, de Asimov, es una ciencia capaz de predecir el comportamiento de las masas de población, algo parecido a lo que Comte creía que podía llegar a ser la Sociología. Si eso fuera así, esto es, conocido el mecanismo por el que actúan las poblaciones, los ingenieros sociales podrían meter las manos en la realidad con la misma seguridad que lo hacen sus colegas mecánicos en las entrañas de las máquinas para cambiar el rumbo de las sociedades complejas, a fin de dirigirlas siempre hacia lo mejor.

            Como detrás de cada utopía anida una distopía y detrás de cada libertador se esconde un tirano, las sociedades hacen bien en huir de lo mejor. Por fortuna para ellas, la Sociología se ha quedado en una ciencia que sirve para que unos cuantos vivan de dar clases y poco más y la Psicohistoria es pura ciencia ficción. Visto lo cual, a quienes tienen que tomar decisiones sobre las grandes poblaciones no les queda más remedio que acudir a la Estadística y suplir las enormes carencias de la esta ciencia con la observación de la realidad y con la reflexión posterior.

            Dicho en lenguaje sencillo, cualquier gobernante que se precie debe contar con un instituto  de estadística que le proporcione toda suerte de datos fiables sobre su población (ahora, esencialmente, indicadores de carácter económico) y con un número suficiente de asesores que le ayuden a escrutar adonde él no puede ver o a verlo de una forma distinta y a comprender lo que él no puede enjuiciar con su propio entendimiento. No se refiere este artículo a la primera necesidad, por lo que sólo me referiré de pasada a la estupidez de algunos gobernantes (véase, como ejemplo señero, los que tuvo Grecia en los años previos a la moneda única, lo que viene a confirmarnos que no hay triunfo más efímero que el del listillo), que utilizan los institutos de estadística como coartada para llevar datos falsos a la sociedad, en lugar de para extraer de ella los que le sirvan para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.

            Por lo que respecta a los asesores, para su correcta operatividad son necesarios dos elementos esenciales: primero, que el gobernante reconozca sus carencias y busque fuera de él lo que no puede conseguir por sí mismo. Y en segundo lugar, que las personas de quienes se demanda ayuda sean expertas en la materia y, tras procesar adecuadamente los datos recogidos, puedan expresarse con total libertad. La iniciativa, pues, corresponde siempre al gobernante, que debe tener en la humildad una de sus principales virtudes.

            Los líderes empresariales, cuando deben elegir asesores, escogen por sistema a los más profesionales, que son los que les van a ayudar a conseguir más dinero en ese ambiente selvático que es el mercado. Los líderes políticos, en cambio, actúan de manera dispar en función del medio en el que se encuentren.

            Cuando se hallan en el mercado de votos, esto es, cuando compiten con los otros partidos, actúan de una forma similar a los empresarios y suelen rodearse de personas que les abran los ojos y les ayuden a fidelizar a sus simpatizantes y a ganarse los votos de los más próximos a estos. Cuando están en el gobierno y necesitan personal técnico para la Administración a la que sirven, por el contrario, no siempre se buscan a los mejores ni quieren siempre a personas que les hagan ver la realidad.

            Esa diferencia esencial proviene, sobre todo, de la distinta valoración que tienen de los objetivos. Para saber qué es lo vital y qué no lo es en la política, basta con entender que Política ya no es en las democracias modernas el arte de gobernar, sino el de ganar unas elecciones, como pone de manifiesto el lenguaje utilizado por los miembros de la clase política. Cuando el objetivo es vital (ganar las elecciones), todos los ojos son pocos y todas las reflexiones se tienen en cuenta. Si el objetivo es secundario (gestionar la cosa pública), bien puede prescindirse de asesores o, más comúnmente, bien puede tenerse como asesor a quien no ve o a quien, viendo, no se le va a tener en cuenta.

             El dirigente político, en el ámbito secundario, se siente cómodo y seguro y no actúa con humildad ni reconoce sus carencias. Quiere buenos asesores, por supuesto, y que le ayuden a adoptar la mejor decisión posible, pero prefiere a asesores fieles antes que a asesores expertos, a asesores que le den la razón antes que a los que le lleven la contraria y a asesores que le ayuden a llevar un proyecto adelante antes que a los que le abran los ojos sobre lo disparatado del proyecto que a la fuerza quiere sacar adelante. Lo cual, en último término, es tanto como decir que no quiere ni buenos asesores ni los mejores consejos.

            La disposición del dirigente político hacia el nombramiento de unos asesores u otros depende de su personalidad (de su inteligencia) y de la  cultura política de la sociedad a la que dice servir. En países como España, de escasa tradición democrática, no existe en la sociedad una cultura generalizada del premio y del castigo en las urnas a los representantes políticos, sino una adscripción previa de la mayoría de los ciudadanos, que casi nunca exigen limpieza a los “suyos”, es más, que justifican la cochambre de los “suyos” en la cochambre mayor de los otros, ni existe pedagogía de los errores en el electorado, por lo que los ciudadanos difícilmente pueden rectificar en las próximas elecciones, esto es, los electores no son conscientes de que en última instancia ellos son responsables de haber elegido a sus representantes, por lo que la mejoría de las decisiones políticas debe empezar por un mejor uso del derecho al voto.

            En países como España, de múltiples ámbitos de decisión política que se superponen (Estado, Comunidad Autónoma, Diputación Provincial y Ayuntamiento, principalmente), los ciudadanos pierden la orientación y no saben a quién exigir responsabilidad, especialmente cuando los políticos de un ámbito de decisión escurren el bulto y le echan las culpas a los de otro, lo que resulta más palpable cuando de por medio hay conflictos identitarios.

            Y en países como España, de múltiples Administraciones territoriales e institucionales, son muchos los políticos situados en las cúpulas de esas Administraciones y, en consecuencia, son también muchos los políticos que estuvieron un día ocupando esas cúpulas pero ya no lo están y son muchos los allegados (políticos o no) a unos y a otros. Hay, en consecuencia, mucha oferta de clase política en paro (o que se cree subempleada) y allegados, a los que bien puede cuadrarles el impreciso cargo de asesor, aunque no sean expertos en la realidad ni vayan a ser tenidos en cuenta, y a los que se nombra sin pudor porque el electorado no enjuicia como muy corruptos ese tipo de comportamientos ni tiene en la corrupción a una de las lacras del sistema.

            Como los asesores no forman parte de la plantilla de personal ni su pericia requiere de un procedimiento probatorio, en su número y en su identidad no hay más límite que el de la voluntad de quien decide, la misma que determina los presupuestos del organismo público, voluntad que cuaja en resoluciones de las que, como hemos visto, no suelen responder ante el electorado, especialmente cuando ese organismo es la Diputación Provincial, una corporación cuyos miembros no son elegidos directamente por el pueblo, sino supuestamente por los concejales de los partidos y agrupaciones más votados, aunque realmente lo son por las direcciones provinciales de los partidos.   

            La impunidad política va en España más allá del nombramiento de múltiples asesores que no asesoran: políticos y allegados son designados altos y medios cargos de la Administración, un lugar que antes ocupaban los funcionarios, y por el procedimiento de libre designación se premia al funcionario afín o se tiene bien sujeto al que no lo es, cuando de ocupar otros cargos se trata.

            La provisionalidad de muchos de esos empleos genera inseguridad en el ocupante, especialmente cuando se avecina un cambio de ciclo que puede llevar al poder a nuevos dirigentes y a la Administración a nuevos allegados al partido que los sostiene. Entonces, no es infrecuente la creación de plazas específicas y la aprobación de procedimientos ad hoc para que sean consolidadas por quienes las ocupan provisionalmente, aunque formalmente estén abiertas a todos los ciudadanos.

            La Administración española y el ámbito que la rodea, en fin, han engordado artificialmente para dar cabida a quienes por su naturaleza debían estar fuera de ella, en el ámbito estrictamente político. Como son muchos y ocupan puestos de aparente relevancia, su costo es muy elevado, pero  suelen ser personas cercanas a los centros de decisión y de sensibilidad política similar a quienes han de tomar las decisiones en materia de reducción de gastos, por lo que su número no suele verse afectado por los recortes. Recortes que sí afectan al resto del personal, del que en realidad depende  la mejor prestación de los servicios públicos, lo que está provocando una suerte de desafección de los empleados públicos profesionales hacia quienes los dirigen y generando más desmotivación en quienes últimamente sólo reciben noticias negativas.

            Además, el aumento del número del personal directamente político o con origen político en las Administraciones españolas, tiene como consecuencia añadida la existencia de una significativa bolsa de voto cautivo, que es más representativa cuanto más bajo es el nivel territorial en el que nos movemos.

            A la ocupación de la sociedad por los políticos (tema sobre el que no podemos abundar aquí), debe añadirse, pues, la ocupación de la Administración por los políticos, lo que ha generado la pérdida de su imparcialidad y su consecuente desnaturalización, la pérdida, en fin, de buena parte de su calidad, lo que es tanto como decir la pérdida de calidad del área de la democracia más próxima al ciudadano.


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