La Psicohistoria, en la genial saga
de la Fundación, de Asimov, es una ciencia capaz de predecir el comportamiento
de las masas de población, algo parecido a lo que Comte creía que podía llegar
a ser la Sociología. Si eso fuera así, esto es, conocido el mecanismo por el
que actúan las poblaciones, los ingenieros sociales podrían meter las manos en
la realidad con la misma seguridad que lo hacen sus colegas mecánicos en las
entrañas de las máquinas para cambiar el rumbo de las sociedades complejas, a
fin de dirigirlas siempre hacia lo mejor.
Como detrás de cada utopía anida una
distopía y detrás de cada libertador se esconde un tirano, las sociedades hacen
bien en huir de lo mejor. Por fortuna para ellas, la Sociología se ha quedado
en una ciencia que sirve para que unos cuantos vivan de dar clases y poco más y
la Psicohistoria es pura ciencia ficción. Visto lo cual, a quienes tienen que
tomar decisiones sobre las grandes poblaciones no les queda más remedio que
acudir a la Estadística y suplir las enormes carencias de la esta ciencia con
la observación de la realidad y con la reflexión posterior.
Dicho en lenguaje sencillo,
cualquier gobernante que se precie debe contar con un instituto de estadística que le proporcione toda suerte
de datos fiables sobre su población (ahora, esencialmente, indicadores de
carácter económico) y con un número suficiente de asesores que le ayuden a
escrutar adonde él no puede ver o a verlo de una forma distinta y a comprender
lo que él no puede enjuiciar con su propio entendimiento. No se refiere este
artículo a la primera necesidad, por lo que sólo me referiré de pasada a la
estupidez de algunos gobernantes (véase, como ejemplo señero, los que tuvo
Grecia en los años previos a la moneda única, lo que viene a confirmarnos que
no hay triunfo más efímero que el del listillo), que utilizan los institutos de
estadística como coartada para llevar datos falsos a la sociedad, en lugar de
para extraer de ella los que le sirvan para mejorar la calidad de vida de los
ciudadanos.
Por lo que respecta a los asesores,
para su correcta operatividad son necesarios dos elementos esenciales: primero,
que el gobernante reconozca sus carencias y busque fuera de él lo que no puede
conseguir por sí mismo. Y en segundo lugar, que las personas de quienes se
demanda ayuda sean expertas en la materia y, tras procesar adecuadamente los
datos recogidos, puedan expresarse con total libertad. La iniciativa, pues,
corresponde siempre al gobernante, que debe tener en la humildad una de sus
principales virtudes.
Los líderes empresariales, cuando
deben elegir asesores, escogen por sistema a los más profesionales, que son los
que les van a ayudar a conseguir más dinero en ese ambiente selvático que es el
mercado. Los líderes políticos, en cambio, actúan de manera dispar en función
del medio en el que se encuentren.
Cuando se hallan en el mercado de
votos, esto es, cuando compiten con los otros partidos, actúan de una forma
similar a los empresarios y suelen rodearse de personas que les abran los ojos
y les ayuden a fidelizar a sus simpatizantes y a ganarse los votos de los más
próximos a estos. Cuando están en el gobierno y necesitan personal técnico para
la Administración a la que sirven, por el contrario, no siempre se buscan a los
mejores ni quieren siempre a personas que les hagan ver la realidad.
Esa diferencia esencial proviene,
sobre todo, de la distinta valoración que tienen de los objetivos. Para saber
qué es lo vital y qué no lo es en la política, basta con entender que Política
ya no es en las democracias modernas el arte de gobernar, sino el de ganar unas
elecciones, como pone de manifiesto el lenguaje utilizado por los miembros de
la clase política. Cuando el objetivo es vital (ganar las elecciones), todos
los ojos son pocos y todas las reflexiones se tienen en cuenta. Si el objetivo
es secundario (gestionar la cosa pública), bien puede prescindirse de asesores
o, más comúnmente, bien puede tenerse como asesor a quien no ve o a quien,
viendo, no se le va a tener en cuenta.
El dirigente político, en el ámbito
secundario, se siente cómodo y seguro y no actúa con humildad ni reconoce sus
carencias. Quiere buenos asesores, por supuesto, y que le ayuden a adoptar la
mejor decisión posible, pero prefiere a asesores fieles antes que a asesores
expertos, a asesores que le den la razón antes que a los que le lleven la
contraria y a asesores que le ayuden a llevar un proyecto adelante antes que a
los que le abran los ojos sobre lo disparatado del proyecto que a la fuerza
quiere sacar adelante. Lo cual, en último término, es tanto como decir que no
quiere ni buenos asesores ni los mejores consejos.
La disposición del dirigente
político hacia el nombramiento de unos asesores u otros depende de su
personalidad (de su inteligencia) y de la
cultura política de la sociedad a la que dice servir. En países como
España, de escasa tradición democrática, no existe en la sociedad una cultura
generalizada del premio y del castigo en las urnas a los representantes
políticos, sino una adscripción previa de la mayoría de los ciudadanos, que
casi nunca exigen limpieza a los “suyos”, es más, que justifican la cochambre
de los “suyos” en la cochambre mayor de los otros, ni existe pedagogía de los
errores en el electorado, por lo que los ciudadanos difícilmente pueden
rectificar en las próximas elecciones, esto es, los electores no son
conscientes de que en última instancia ellos son responsables de haber elegido
a sus representantes, por lo que la mejoría de las decisiones políticas debe
empezar por un mejor uso del derecho al voto.
En países como España, de múltiples
ámbitos de decisión política que se superponen (Estado, Comunidad Autónoma,
Diputación Provincial y Ayuntamiento, principalmente), los ciudadanos pierden
la orientación y no saben a quién exigir responsabilidad, especialmente cuando
los políticos de un ámbito de decisión escurren el bulto y le echan las culpas
a los de otro, lo que resulta más palpable cuando de por medio hay conflictos identitarios.
Y en países como España, de múltiples
Administraciones territoriales e institucionales, son muchos los políticos
situados en las cúpulas de esas Administraciones y, en consecuencia, son
también muchos los políticos que estuvieron un día ocupando esas cúpulas pero
ya no lo están y son muchos los allegados (políticos o no) a unos y a otros.
Hay, en consecuencia, mucha oferta de clase política en paro (o que se cree
subempleada) y allegados, a los que bien puede cuadrarles el impreciso cargo de
asesor, aunque no sean expertos en la realidad ni vayan a ser tenidos en
cuenta, y a los que se nombra sin pudor porque el electorado no enjuicia como
muy corruptos ese tipo de comportamientos ni tiene en la corrupción a una de
las lacras del sistema.
Como los asesores no forman parte de
la plantilla de personal ni su pericia requiere de un procedimiento probatorio,
en su número y en su identidad no hay más límite que el de la voluntad de quien
decide, la misma que determina los presupuestos del organismo público, voluntad
que cuaja en resoluciones de las que, como hemos visto, no suelen responder
ante el electorado, especialmente cuando ese organismo es la Diputación
Provincial, una corporación cuyos miembros no son elegidos directamente por el
pueblo, sino supuestamente por los concejales de los partidos y agrupaciones
más votados, aunque realmente lo son por las direcciones provinciales de los
partidos.
La impunidad política va en España
más allá del nombramiento de múltiples asesores que no asesoran: políticos y
allegados son designados altos y medios cargos de la Administración, un lugar
que antes ocupaban los funcionarios, y por el procedimiento de libre
designación se premia al funcionario afín o se tiene bien sujeto al que no lo
es, cuando de ocupar otros cargos se trata.
La provisionalidad de muchos de esos
empleos genera inseguridad en el ocupante, especialmente cuando se avecina un
cambio de ciclo que puede llevar al poder a nuevos dirigentes y a la
Administración a nuevos allegados al partido que los sostiene. Entonces, no es
infrecuente la creación de plazas específicas y la aprobación de procedimientos
ad hoc para que sean consolidadas por quienes las ocupan provisionalmente,
aunque formalmente estén abiertas a todos los ciudadanos.
La Administración española y el
ámbito que la rodea, en fin, han engordado artificialmente para dar cabida a
quienes por su naturaleza debían estar fuera de ella, en el ámbito
estrictamente político. Como son muchos y ocupan puestos de aparente
relevancia, su costo es muy elevado, pero
suelen ser personas cercanas a los centros de decisión y de sensibilidad
política similar a quienes han de tomar las decisiones en materia de reducción
de gastos, por lo que su número no suele verse afectado por los recortes.
Recortes que sí afectan al resto del personal, del que en realidad depende la mejor prestación de los servicios
públicos, lo que está provocando una suerte de desafección de los empleados
públicos profesionales hacia quienes los dirigen y generando más desmotivación
en quienes últimamente sólo reciben noticias negativas.
Además, el aumento del número del
personal directamente político o con origen político en las Administraciones
españolas, tiene como consecuencia añadida la existencia de una significativa
bolsa de voto cautivo, que es más representativa cuanto más bajo es el nivel
territorial en el que nos movemos.
A la ocupación de la sociedad por
los políticos (tema sobre el que no podemos abundar aquí), debe añadirse, pues,
la ocupación de la Administración por los políticos, lo que ha generado la
pérdida de su imparcialidad y su consecuente desnaturalización, la pérdida, en
fin, de buena parte de su calidad, lo que es tanto como decir la pérdida de
calidad del área de la democracia más próxima al ciudadano.