martes, 29 de mayo de 2018

0. Burgos o La soledad del viajante


La Asociación de Amigos del Camino de Santiago de Burgos está en el albergue Municipal. Poco después de llegar a la ciudad, me dirijo hasta allí para retirar mi credencial de peregrino, que debo sellar en cada pueblo que visite si quiero conseguir luego la “Compostella”, el documento emitido por la Archidiócesis de Santiago de Compostela que acredita la peregrinación. Sobre la mesa de recepción, en la que dos personas atienden en inglés a un grupo de huéspedes de origen asiático, hay un cartel que indica “completo”.

Es un sábado por la tarde, hace buen tiempo y las calles céntricas de la ciudad son un hervidero de gente. Burgos tiene ese aire culto y elegante de las ciudades castellanas, en las que la vida debe llevarse con indulgencia y comedimiento, como corresponde a toda madurez que se precie.

Ando un poco por el casco histórico, paseo por la ribera del río Arlanzón buscando el camino que debo seguir a la mañana siguiente y vuelvo, ya de noche, a las calles más céntricas. En un bar de la calle San Lorenzo, entro y me tomo un par de cañas y unas tapas. Me las tomo en la barra, de pie, entre una multitud de hombres y mujeres que se saludan, que conversan entre sí, que ríen, que llaman por su nombre a los camareros.

Yo no saludo a nadie, no converso con nadie, no me río, no sé cómo se llaman los camareros. En medio de tanta gente, estoy solo.

Estoy solo y me acuerdo de los viajantes de comercio.