La Asociación
de Amigos del Camino de Santiago de Burgos está en el albergue Municipal. Poco
después de llegar a la ciudad, me dirijo hasta allí para retirar mi credencial
de peregrino, que debo sellar en cada pueblo que visite si quiero conseguir
luego la “Compostella”, el documento emitido por la Archidiócesis de Santiago
de Compostela que acredita la peregrinación. Sobre la mesa de recepción,
en la que dos personas atienden en inglés a un grupo de huéspedes de origen
asiático, hay un cartel que indica “completo”.
Es un sábado
por la tarde, hace buen tiempo y las calles céntricas de la ciudad son un hervidero
de gente. Burgos tiene ese aire culto y elegante de las ciudades castellanas,
en las que la vida debe llevarse con indulgencia y comedimiento, como
corresponde a toda madurez que se precie.
Ando un poco
por el casco histórico, paseo por la ribera del río Arlanzón buscando el camino
que debo seguir a la mañana siguiente y vuelvo, ya de noche, a las calles más
céntricas. En un bar de la calle San Lorenzo, entro y me tomo un par de cañas y
unas tapas. Me las tomo en la barra, de pie, entre una multitud de hombres y
mujeres que se saludan, que conversan entre sí, que ríen, que llaman por su
nombre a los camareros.
Yo no saludo a
nadie, no converso con nadie, no me río, no sé cómo se llaman los camareros. En
medio de tanta gente, estoy solo.
Estoy solo y
me acuerdo de los viajantes de comercio.