A la vista de
las nubes que estaban sobre nosotros y de lo que indicaban los partes
meteorológicos, llamé por teléfono a la empresa con la que teníamos contratada
una gira astronómica para aquella misma noche, a fin de saber si tendría lugar
o no. No me contestaron, y a la hora convenida (poco antes del anochecer) nos
personamos en el lugar de la cita, que estaba a la afueras de Breña Baja, como
otras treinta personas.
La guía nos
dijo que solo había dos puntos de la isla donde el cielo estaba despejado: uno,
en una playa, y el otro, en las alturas, y, tras anunciarnos que iríamos al de
la montaña, revisó de un vistazo nuestro calzado y nuestro vestuario, para ver
si habíamos cumplido con la recomendación de su empresa de ir abrigados por lo
que pudiera pasar, y nos dio las instrucciones para formar el convoy de coches
particulares y taxis que encabezaría ella. Nos correspondió el segundo lugar.
Breña Baja
está muy cerca de Santa Cruz de la Palma y de esta población sale una carretera
que empieza a subir enseguida hacia el interior de la isla. Y sigue subiendo. Y
continúa subiendo luego. Y sube. Y sube. Sube formando curvas cerradísimas,
entre un bosque húmedo y espeso. Sube en busca de las nubes, las atraviesa y
sigue subiendo. Sube hasta un lugar tan próximo al cielo que hasta allí se han
ido a vivir los que viven de escudriñarlo.
La guía se
apartó en un rellano que hay junto a la carretera, y detrás de ella nos
apartamos nosotros, y detrás de nosotros se apartaron todos los demás. Ya era
noche cerrada y, aunque no hacía frío de pasmarse, hacía frío de pasar frío y
el viento soplaba ligeramente. Nos abrigamos como pudimos, con lo que
llevábamos y con lo que la guía nos dio, y, tras una breve charla inicial, nos
pusimos a mirar el cielo.
Nos pusimos a
mirar el mismo cielo que me cubre ahora que escribo esto, el que cubre a los
amables lectores de estas páginas, el que cubre a los licenciados, a los
doctores, a los catedráticos y a los ignorantes de la vida, el que cubre a los
hombres buenos y a los asesinos sistemáticos, a los sanos y a los enfermos, a
los poderosos y a los débiles, a los que tienen suerte y a los desafortunados,
a los negros y a los blancos, a los judíos, a los cristianos y a los
musulmanes, a los heterosexuales y a los homosexuales, a Rajoy, a Puigdemont, a
Trump, a Putin y a la señora Merkel, el que cubre los cementerios donde
descansan los muertos y las montañas donde descansan los muertos, y los
desiertos, y el mar, y el techo del Pentágono y, en fin, los bosques de
laurisilva y las plataneras que habíamos dejado más abajo.
El cielo es un
espectáculo tan estimulante como desolador al que solo tiene acceso un tercio
de la población mundial, según oí aquella noche. Al parecer, ya no miramos al
cielo, esa otra forma de ahondar en nuestro interior, sino al móvil, a los
escaparates y al asfalto. Ya no miramos al cielo y no sentimos el equilibrio
que da su inmensidad. No miramos al cielo y, tal vez por eso, hemos dejado de
sentirnos criaturas para creernos hacedores, dioses, todopoderosos, o para
creer que podemos serlo y sufrir si no lo somos.
Aquella
carretera continuaba hasta el Roque de los Muchachos. Unos días más tarde,
subimos por el otro lado con el único objetivo de ver la puesta del Sol.
También aquel día había nubes, y también subimos y subimos hasta que las
sobrepasamos. En uno de los varios miradores que hay junto a la carretera, muy
cerca del punto más alto (que se puede visitar y que visitamos), nos detuvimos
para hacer fotos y asistir a ese otro espectáculo que es el anochecer. Sobre la
piedra desnuda, a un paso del cielo, nos abrazamos mientras el Sol caía sobre
las nubes, y yo me sentí, a la vez, muy grande y muy pequeño.
La foto es de Juan |