Era sábado por la mañana, aún faltaba mucho para el amanecer
y por la circunvalación de Málaga apenas había tráfico. Recuerdo que Luis y yo
especulamos sobre los motivos de la gente para levantarse temprano y que
yo le advertí que tal vez aquellos conductores no fueran grandes madrugadores, sino trasnochadores consumados.
De vuelta del aeropuerto, ya solo, cogí la cámara y me puse
a andar por el paseo marítimo. Aunque era noche cerrada y hacía un fresco
inusual para el clima que se suele disfrutar en Málaga, enseguida me encontré
con individuos que corrían o que paseaban y con pescadores sentados en los espigones
de piedras que protegen la playa, absortos en el agujero oscuro donde se hundía
el sedal. “Estos no son trasnochadores –me dije–, sino seres como yo, a los que
les gusta levantarse temprano para tener mucho día por delante”.
Ya en El Palo, un poco más allá del puente peatonal que
salva la desembocadura del arroyo Jaboneros, vi que un individuo ensamblaba los
hierros de un tenderete, vi que otros llegaban en furgones y vi un puesto de
fruta completamente montado. Era, evidentemente, el comienzo de lo que pronto
sería un mercadillo, y yo pensé que aquellas personas bien podían ser trasnochadores
obligados a madrugar, seres, en fin, a los que les gustaría tener mucha noche
por delante para divertirse y un día entero para dormir.
El sol empezó a levantarse
mientras yo proseguía con cierto relajo el paseo y hacía fotos. A mi alrededor
había gentes como yo, que fotografiaban el amanecer o que pescaban o que
corrían o que paseaban con su perro, y gentes que ponían veladores y sillas para
que pudieran sentarse a desayunar los que iban en el mismo plan que yo. Todos
habíamos madrugado, pero unos por distinta causa que otros, pensé. Y pensé que
era útil y sano para mi espíritu haber cavilado un rato sobre esa nada sutil diferencia.
Peña barcelonista de El Palo poco después del amanecer, con la terraza preparada |